Lluvia

Las gotas repiquetean en el patio sobre el techo de chapa del galpón que se encuentra detrás del dormitorio; en mis oídos resuenan a manera de dulce sinfonía. El alboroto que provocan, suficiente para despertarme, permite deducir que caen acompañadas de granizo. Me gusta esta forma de comenzar la jornada —la alarma del reloj sonará recién dentro de cuarenta y cinco minutos— puesto que me otorga un tiempo extra durante el cual haré fiaca en la cama.

También concede valiosos minutos en los que puedo dedicarme a pensar: hoy no es un día cualquiera. Romina hace un par de horas salió hacia su trabajo. Mi mujer es muy organizada: a la noche deja preparada su ropa en el comedor, de modo que al levantarse hace el menor ruido posible; supongo que intenta no perturbar mi descanso, o quizá evitar el intercambio de rutinarias frases conmigo.

Sigilosa se viste, junta sus carpetas y se va a tomar el subte que la deja a escasas cuadras de la oficina. Ni siquiera al cerrar la puerta produce algún sonido que pueda sobresaltarme. Mis hijos están de viaje; representan a la Universidad de Buenos Aires en un torneo interuniversitario en la ciudad de Córdoba. Federico, el mayor, integra el equipo de basquetbol; Rodrigo, el menor, participa en ajedrez. Se fueron ayer y estarán al menos una semana afuera; ellos son grandes, ya pueden decidir solos el camino a seguir.

Lluvia, innumerables situaciones viví con ella; me invaden recuerdos, uno imborrable: Paraná, noviembre de 1969. Con papá la noche anterior estábamos listos para ir al autódromo; dejamos la conservadora llena de hielo y cargada con botellas de gaseosas; los sándwichs preparados en la heladera. El Chevrolet 400 Rally Sport nos esperaba en el garaje de casa presto a transitar la ruta al amanecer. El ensordecedor estruendo del aguacero, la primera sensación que recibí al abrir los ojos, me puso en alerta: diluviaba, y no me había despertado papá.

De un salto descendí de la cucheta —dormía arriba— y a los tropiezos llegué a la cocina. Lo encontré pegado a la radio, el dial en LT14; terminaban de anunciar la suspensión de la carrera debido a las condiciones climáticas. Mi desazón fue grande, tanto que jamás olvidé ese día —un domingo en que la familia almorzó deliciosos sándwiches y empanadas—, a pesar de que semanas después, bajo un sol radiante, se llevó a cabo la competencia de los Sport Prototipo y pudimos apreciar los espectaculares bólidos. A partir de ahí la lluvia, situación única en la cual los paisajes se aparecen ante mis ojos más bellos aún, acompañó los momentos importantes de mi vida.

Como el de hoy.

El bullicio de las gotas es menor, ha cesado la caída de piedras. Es temprano, tengo todo ordenado en el cuarto del patio; aprovecho y salgo a recorrer mi barrio, a pasear paraguas en mano por San Telmo, el lugar que nos alojó desde mediados de los setenta al huir mis padres de la dictadura militar —nos tenía en sus listas— en busca del anonimato de las grandes ciudades. Camino sus calles, a los saltos esquivo charcos, leo los carteles que se encuentran en los tapiales de las obras en construcción, observo las plazas y los diferentes negocios que habitan la zona; entre ellos las librerías, esos antros húmedos en los que pasé horas de mi adolescencia metido entre sus estantes poblados de antiguos libros.

Asimismo contemplo las casas, repaso las fachadas que tuvieron cierta trascendencia en mi pasado. En especial me detengo ante dos. Primero, la que fue residencia de Romina. Luego del fallecimiento de su madre a principio de siglo —su padre murió en los ochenta— la vivienda se puso en venta, y el dinero resultante se repartió entre los hermanos. Poco ha cambiado, los nuevos dueños mantienen intacto el jardín que rodea el pasillo de ingreso; delante de la puerta, dos columnas sostienen el techo que, mientras se busca en los bolsillos la llave para abrir la cerradura, resguarda del sol y los chubascos. Este espacio sigue oculto por una enredadera adherida a la malla de alambre en sus laterales. Imposible olvidarla: en las noches lluviosas, amparados en ella, explorábamos con manos y bocas nuestros cuerpos.

En esos tiempos nos amábamos; ahora no tanto, o tal vez lo hacemos de forma distinta. Es inteligente e independiente, con título universitario y un trabajo bien remunerado en una empresa financiera. Sus intereses y amistades son distintos a los míos: nunca cursé en la facultad, apenas terminé el industrial, y a causa de mi trabajo en el ferrocarril —técnico de locomotoras— me relacioné con personas de diferente nivel cultural y otras aspiraciones. Hoy —ya jubilado— no soporto pensar en un futuro carente de preocupaciones pero sin poder realizar mis ansiados sueños de libertad. Se lo he planteado, mas siempre terminamos en el mismo punto: su sueldo alcanza para tener un cómodo pasar, le resulta absurdo cambiar su mundo o acercarse al mío: vivimos en universos paralelos, los que temo que nunca se juntarán.

La otra casa se ubica en la planta alta de una angosta calle que se corta a dos cuadras de comenzar: es la de mi amigo Pablo, el que trabajó tres décadas en un laboratorio extranjero, tarea que consumió su existencia. Nos conocimos en la escuela secundaria; compartíamos la pasión por las máquinas: colectivos, autos, camiones, motos, tractores, trenes, barcos y aviones. Las lecturas acerca de ellas llenaban los fines de semana: entretanto los demás salían a bailar las noches de sábado, nosotros las invertíamos en leer sobre técnica y motores. Los paseos preferidos eran el autódromo de Buenos Aires, la estación de ómnibus de Retiro, los muelles de la Boca, el Aeroparque Jorge Newbery, la terminal Constitución de trenes y las paradas de subterráneos. Años después esta afición nos llevó al armado de maquetas y coleccionismo en escala: él, de tractores y aviones; yo, de trenes y autos.

No obstante, el sueño más preciado era recorrer el planeta. Devorábamos toda revista extranjera que llegara a nuestras manos; las preferidas eran Selecciones del Reader’s Digest de Estados Unidos, Novedades de la Unión Soviética y Sputnik, editada por la Agencia de Prensa Soviética Novosti. También nos deleitaba examinar diccionarios que encontrábamos en casas de familiares, amigos o bibliotecas que se nos cruzaban en el camino. Con la excusa de buscar estampillas íbamos a embajadas y consulados; a la espera de los sellos, atentos escuchábamos las conversaciones en extraños idiomas. Queríamos conocer esos lugares que apreciábamos en las fotos, hablar con su pueblo, descubrir su cultura, vivir aventuras. Entre estos sitios teníamos varios preferidos: la Plaza Roja de Moscú, la Torre Eiffel en París, los canales de Venecia, el Muro de Berlín, el Big Ben de Londres, las pirámides de Egipto, las costas de Normandía, los circuitos de Nürburgring y Le Mans, los Pirineos, la Línea Maginot, etc.

Nos hicimos un juramento:

—Cuando muera, agarrá la urna con mis cenizas y dejalas en la Muralla China —le dije una tormentosa tarde a Pablo.

Me contestó:

—¡Me vas a obligar a viajar lejos che! Las mías tiralas en Italia, en las calles del pueblo friulano en donde nació mi viejo.

De esta manera transcurrieron los años, con un sueño del cual mi esposa solía sonreír irónica, pero que nos prometimos con Pablo llegar a cumplir. Sin embargo, antes de alcanzar el esperado momento de jubilarse, lo despidieron del laboratorio. Ahí todo cambió: sin posibilidades reales —debido a su edad— de conseguir otro empleo, intentó sobrevivir con los insuficientes pesos que le abonaron de indemnización, y a la vez pagar los aportes jubilatorios hasta llegar a la edad requerida para el retiro. No pudo lograrlo. Hoy se cumple un mes desde que Pablo decidió partir de este mundo.

Vuelvo a casa; me dirijo al cuarto del fondo. Acaricio a Vladimiro, el gato siamés que acompaña mis tiempos de lectura; ronronea y se refriega en mis piernas. Tomo la valija, el bolso con la urna y me pongo la campera. Salgo a la calle, un nuevo chaparrón azota el barrio. Junto a la vereda se detiene el taxi, el chofer al verme sin paraguas y con las manos ocupadas abre la puerta.

—Buen día señor, si es que así podemos llamarlo. La ciudad es un río, las calles están cortadas —me dice molesto—. ¿Dónde lo llevo?

Subo al coche, sonrío y le contesto:

—Es una hermosa mañana amigo, vamos por favor al Aeropuerto Internacional de Ezeiza.

Juan Luis Henares.

Nació en 1963 en Paraná, Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y webs de Argentina, Cuba, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. En 2018 fue publicado su primer libro: Lápiz clandestino.

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