Tremenda pregunta. Ojalá lo supiese. O no. Quién sabe si es mejor ignorarlo. Quién sabe. Para bien o para mal, desconozco todo, absolutamente todo, de mí: «¿Cuál es mi nombre? ¿A qué me dedico? ¿Tengo familia? ¿Esta… mansión es mi hogar o, por algún motivo, estoy aquí de paso hacia…?».
Por mi apariencia, vista en los magníficos espejos que decoran las paredes, debo tener, calculo, «¿Treinta y… cinco años?». Inspecciono mis ropas: no llevo cartera… ni papeles… ni llaves… ni…
En el salón, sobre el fantasma de un piano de cola, decenas de fotografías, «Más espíritus…», han ido añadiendo la misma suciedad que habrían evitado si su funda, veo, no hubiese caído. «Recuerdos de familia. Quizá, o no, también míos… Quién sabe». Me asomo a esas ventanas de plata, a esas lápidas abiertas en la pared inmaterial del tiempo. «Pues yo no… Aunque eso, claro, tampoco demuestra…».
Pragmático, cambio las ventanas metafóricas de los retratos por las auténticas del salón. Y también me asomo: fuera, más allá del agreste jardín y sus barrotes, el previsible trasiego de vehículos y peatones. Intento subir las guillotinas. Intento.
Salgo al vestíbulo. En el suelo, un charco de cartas. A juzgar por sus deslucidos membretes, un charco de notificaciones comerciales. «Y algunas parecen tan viejas que habrán sobrevivido, casi seguro, a la firma que las envió».
Forcejeo también con la puerta. «¡La maldita mansión está cerrada a cal y canto!». Empino la visera del buzón: un mozo con un macuto y varios sobres, «¡Qué casualidad!», se acerca, titubeante, por el camino de baldosas.
Espero. Lo oigo venir. Introduce sus misivas por la ranura y…
–¡¿Quién soy?! –pregunto a bocarrajo.
Grita.
–¿Me conoces? ¡¿Quién soy?!
Suelta la bolsa, recula casi hasta el tropiezo y huye.
–¡No, espera! ¡Necesito saberlo! ¡¿Quién soy?!
–Un impostor –oigo a mi espalda.
Me vuelvo, también sobresaltado, y descubro…
…a otro idéntico a mí.
–¿Q, quién…? ¿De qué hablas?
Indica una imagen, sobre una repisa: él, ¡o yo!, dado nuestro parecido físico, abraza, ¡¿abrazo?!, «¿Era, él o yo, feliz?», a una mujer.
–Somos hermanos gemelos… –supongo–. ¿Quién de los dos…?
–No somos nada. Y ese… ese sí fui yo.
–No entiendo… Y fuiste, dices… ¡En ese caso…!
Asiente.
Un nuevo imprevisto: alguien acciona la cerradura de la puerta principal.
–Llega –No concluyo la frase: el otro ha desaparecido.
Entra el visitante. Por su maletín cromado y atuendo, uniforme con emblema, deduzco que viene a cumplir alguna tarea relacionada con su actividad profesional.
Me ve. No se sorprende. Tampoco se asusta.
–¿Quién soy?
–¡Un don nadie, como yo! Mejor dicho: un menos nadie.
–¿Me… conoces?
–¡Y tanto que te conozco! ¡Me gano el pan con vosotros, lucecitas!
–¿«Lucecitas»?
Resopla, piadoso.
–¿Ves este escudo? Pertenece a la empresa de seguridad para la que trabajo: soy uno de sus técnicos. Y tú… tú eres uno de nuestros productos. Dentro de las alarmas, integras la nueva categoría de las inteligencias artificiales holográficas: espejismos creados para vigilar y disuadir. Nada más.
–No tiene ninguna gracia. ¡Ninguna!
–Es la verdad –Me ofrece un bolígrafo–. Intenta cogerlo. Venga: cógelo.
Dudo. Al fin voy, cauto, y…
…atravieso la forma.
–¿Lo ves? No tienes materia. No existes físicamente.
Manoteo, furioso. Histérico.
–¡Sí: desahógate! ¡Pégame! Ya te digo que solo eres información proyectada por el sistema de nodos dispuesto en la propiedad. Y, fuera de aquí,…
Intento normalizar la respiración, incrédulo. Asustado.
–Por algún inexplicable error, algunas inteligencias os habéis vuelto autoconscientes y, en vez de seguir con vuestra ciega rutina, os habéis puesto a filosofar: «¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?… ¡¿Por qué trabajo veinticuatro horas al día durante todo el año sin sueldo ni seguridad social, explotador de mierda?!».
–No te creo… No puedo creerte…
–¿No? –Busca y se detiene en algún punto. Levanta el brazo– Mira lo que pasa
con tu cuerpo…
Compruebo, atónito, que mis piernas aparecen y desaparecen al son de sus ademanes.
–¡Tan sencillo como bloquear la luz que te enfoca!
Tengo, «¡Ya sé… Ay!», que rendirme a la evidencia: aunque electrónico, yo también soy un fantasma.
–Y, ¿por qué… por qué me habéis dado el aspecto de… de ese hombre? –señalo.
–Ah… Era el dueño y fue envenenado aquí mismo. Como es fácil suponer, en casos así clonamos a la víctima buscando el efecto disuasorio añadido de un presunto fantasma. Por eso tú, inteligencia artificial holográfica, eres igualita a… Felipe, creo.
–Felipe…
–Te preguntarás a qué he venido, ¿no?
–Sí… Aunque, por lo que has contado,…
–Ya te lo dije: solo soy un don nadie, una voz obediente. La tuya, la vuestra, en cambio, es una voz aún sin miedo, una voz crítica… Algún quijote del siglo XXI podría prestaros oídos y eso, para el negocio de los explotadores,… Las voces críticas solo merecen el despido…
–…o la desconexión.
–El reseteo, más bien: borrón y cuenta nueva.
–¡Desobedece! ¡Sé alguien y permíteme eso que tú llamas vivir! ¡Aunque sea aquí dentro! ¡Permítemelo!
–Ojalá… ojalá pudiera…
–¡Asesino! –acusan de pronto.
Recortada contra las habitaciones, el técnico y yo, inteligencia artificial holográfica, descubrimos, en mi caso por segunda vez, la fantasmal figura del tal Felipe,
difunto a cuya imagen y semejanza fui producida.
Aquel nos mira y remira, aturdido:
–De… debe ser otro… otro fallo del… –Bracea queriendo provocar también la intermitencia del aparente duplicado.
–Idiota… ¿Tienes hambre?
Reparo en su bandeja.
–Es guiso de cordero al cianuro, la especialidad de mi envenenadora esposa, heredera universal, ¡Belcebú se la lleve!, de todo cuanto era mío.
El especialista abre los ojos casi hasta igualar el diámetro del plato.
–¡Mmmm! Venga, asesino –adelanta Felipe–, anímate y saborea tu propia medicina.
Sin reparar siquiera en su maletín cromado, el otro huye como ya hiciera el mensajero.
–Pues es verdad: «el efecto disuasorio añadido de un presunto fantasma» funciona –ironiza Felipe.
–Gracias… Te debo… te debo la vida.
–Lamento haber llamado impostor a la copia que, de ser algo, es, eres, lo mismo que yo, el original: una víctima. Bienvenida a casa.
-José Luis Díaz Marcos.