Sentada en el borde de la cama, Elisa comenzó a despojarse de la ropa de dormir. La cubría un
profundo sopor. Se asomó a la ventana de su alcoba y vio un cielo brumoso.
A pesar de tener el acondicionador de aire encendido, no enfriaba lo suficiente como para no sentir el fogaje calando las paredes. Las redes habían advertido que las cifras de temperatura superarían todos los récords de años previos. Alertaban a la gente a hidratarse bien, usar ropa de colores claros, mantenerse en la sombra y evitar ejercicios o actividades al aire libre. De igual modo prestar atención especial a los niños, ancianos y a mascotas.
Se perfilaba un verano del infierno. Ese día el calor se presentaba con furia como el incendio que llevaba en su interior desde la noche previa. Como parte de su rutina se meterá en la ducha para procurar refrescarse, sentándose en el centro del piso, confiada en que el efecto del agua sobre su cuerpo la relajará y proveerá el ansiado sosiego. Ese mismo efecto apaciguador que da la esperanza al necesitado; alguna certera clave que le brinde una posible solución a su dilema; ese hálito salvador como aquellos que se arriman a un oasis para saciar la sed en el desierto.
¿Cómo la tatarabuela determinó que ella debía ser la escogida? ¿Por qué nadie de la familia la descubrió o se opuso? ¿Acaso es una trampa del destino?
Esas son las tortuosas preguntas que rondan en su cabeza. Siente que su alma se quema en los altos grados del calor de una hoguera y hasta escucha el crepitar que emana de los rescoldos de una brasa. Siente zozobra en el corazón a raíz de aquella herencia de fuego. Quiere disipar sus dudas, pero debe buscar una solución pragmática y lógica. Actuar con cordura, sopesar y no dejarse arrastrar por las emociones. Mientras estaba en ello los pensamientos se entrecruzaron nuevamente en su mente. ¿Debe o no conocer su contenido? ¿Qué hará? ¿Qué?
Hace justamente una semana recibió la caja de madera labrada, según supo, proveniente del palo de aceitillo (Copaifera officinalis) pero era más grande que un joyero.
Su mamá le indicó que en el testamento que les entregó el Lic. Bienvenido Arzuaga, se especificaba que aquella caja le correspondía exclusivamente a la primera tataranieta de la familia Arrillaga-Villamil.
Estaba hermosamente tallada y en su interior tenía un fondo de terciopelo púrpura. Dentro contenía varías cartas amarilladas cuya cinta macilenta denotaba, igualmente, el embate de muchos años; un rosario de cuentas con la imagen de la Virgen del Carmen, que conservaba su fragante olor a rosas; un libro de rezos con cubierta nacarada, una finísima polvera repujada, mechones de pelo envueltos en un pañuelo de hilos y encajes, unos botines de bebé, que tal vez fueron níveos en algún tiempo; unas cuantas monedas de plata y oro; asimismo un sobre lacrado dirigido a su tata Matilde, cuyo remitente no era otro que el de su tatarabuelo Pao.
Ella no era la única tataranieta, sin embargo, fue la primera en llegar al mundo. Los familiares honraron desde siempre los deseos de la matriarca y no iban a oponerse. Ese asunto le correspondía dilucidarlo a Elisa cabalmente. Así las cosas, el debate emocional y psicológico que atravesaba era sin duda parte de su karma o destino. ¿Quién contra eso?
La calor se propagaba como un potente fuego fuera de control, como si una mano misteriosa se encargara de atizar la llamarada cada vez que existía la exigua posibilidad de extinguirse. Las llamas amarillas, rojas, anaranjadas, azules y verdes iban subiendo por cada rincón de su atribulado cerebro con alevosía, mientras a las afueras de su apartamento también el calor alcanzaba los tres dígitos de sensación y la gente sudorosa exclamaba que ya se sentían como en el mismísimo infierno.
Elisa extraía de la caja el documento, lo tomaba dubitativamente en sus manos por breves segundos dispuesta a abrirlo, pero inmediatamente lo devolvía intacto llena de recelos. Así estuvo en esa acción repetidas veces.
Algo le impedía, romper el sobre y averiguar el contenido de aquellas letras después de tantos
años. Pero, ¿qué? ¿Por qué no terminar su tortura? ¿Acaso intuía el asunto?
Quizá Elisa se anime y por fin, algún día, lo sabremos. Les prometo que si me entero, se los cuento…
–Sylvette Cabrera Nieves nació en San Juan, Puerto Rico (Cosecha de 1958) Psicóloga escolar, poeta y narradora. Miembro del Pen Club Internacional de P.R., Colaboradora/Lectora en Azogues Espejos (México). Colaboradora especial Revista Literaria Ágora de España. Mención de Honor en Certamen de Cuentos (Argentina, 2022) y Finalista Certamen de Epitafios (España, 2022). Sus obras aparecen en antologías de Hispanoamérica, España y Puerto Rico.