En Ensenada los papás se están muriendo. Mi generación está perdiendo a sus papás por tumores y cáncer, huérfanos en medio de crisis existenciales. Pienso en la película de Jimmy Neutron, esa donde los padres son abducidos por aliens. Los aliens dejan atrás una nota falsa para no alarmar a los cientos de niños huérfanos que quedaron en el planeta tierra. Al final de la nota dice; Nos fuimos a Florida. Después, un día entero de fiesta y exceso infantil, los papás ya no están para decir “no” a todo. Siguiente escena, un niño panzón se sostiene el vientre con dolor, no supo ponerse límites y se pasó toda la noche comiendo pastelillos, la boca le chorrea de chocolate: “¡Quiero a mi mamá!”, llora. Todos los padres de la tierra serán ofrecidos a Poultra, el pollo alien de tres ojos, como sacrificio. Si los niños quieren a sus padres de vuelta deben rescatarlos.
Y si, nos veo tristes, en duelo, pero no creo que estemos en un extremo de extrañarlos como para tunear los juegos mecánicos de atracciones Tijuana y convertirlas en naves espaciales, hacer un dance-off de Pajaritos a volar contra el rey alien y Poultra. No sé si haríamos algo realmente por tenerlos de vuelta, ¿a qué? Estamos satisfechos de estar en un estado liminal, encontrando maneras a la buena y a la mala de no tronarnos el estómago comiendo pastelillos.
Me gusta la idea de existir también en un espacio liminal así como los Backrooms, a lo mejor estar ahí IRL me ayuda a procesar mejor lo que estoy viviendo. No hablo de los cuartos amarillo pardo con tapetes beige y un olor a humedad del creepypasta que lo originó, sino los espacios bonitos con agua corriendo y azulejos de piso a techo, limpios, en silencio. Backrooms es un videojuego de supervivencia donde atraviesas de un sitio a otro. Literalmente son espacios arquitectónicos desolados, el videojuego se desarrolló gracias a una historia de terror que empezó a circular en Internet sobre espacios vacíos con atmósferas inquietantes que son un continuo espacio liminal; caminas y caminas para llegar a otro espacio igual de solo y turbador. La descripción del juego Escape the Backrooms dice: recopila conocimientos únicos y útiles, todo manteniendo la cordura mientras intentas escapar. ¡Verga! Mantener la cordura. Lo liminal viene de umbral, un paso de un lugar a otro, es no estar en un sitio ni en otro. Liminalidad espacial: pasillos, escaleras, puentes, corredores; liminalidad psicológica: muerte de un ser querido, rupturas amorosas, estar entre trabajos, la sensación de estar perdido que tienes en tus 20.
Cuando murió mi mamá compré vitaminas. Las tragaba religiosamente en un puño gordo todas las mañanas: magnesio, complejo B , vitamina D, espirulina, omega 3, calcio, gomitas naturales para dormir, mandé solicitudes de empleo, me inscribí al gimnasio y agendé una cita con la tanatóloga. Mi transición de tener mamá a no tener mamá iba a ser amable, me generé un cuarto amplio con agua y azulejos de piso a techo en azul bígaro, con vitroblock y un tragaluz. Iba a asegurarme de darme la mejor transición.
Había un chiste que mi mamá contó hasta el hartazgo.
—Un gato fifí vivía en una casa muy bonita donde también había un ratón. El ratón era un wey desquehacerado y drogadicto, siempre le ofrecía al gatito sus vicios—. Mi mamá hacía una voz melosa y aguda.
—Ya no te drogues ratoncito, ¡cof cof cof!, eso huele bien raro— y el ratoncito le jalaba a un pipa chistos.
—No seas mamón ratoncito, mira esta que traigo está muy buena, no te pone loco nada más te relaja, jálate, jálate— y por primera vez el gatito acepta.
Jala vapores de la pipa, uno, dos, tres. ¡Cof cof cof!
Mi mamá mantenía una cara impasible a lo largo de todo el chiste, no sabías lo que venía.
—Ya te pegó gatito, ¿Qué sientes? ¿qué sientes?
—Mmm, nada. No siento nada, ratoncito.
Mi mamá chasqueaba la boca y personificaba al ratón con voz ronca.
—¡Ah, cabrón! Jálale otra vez gatito. Vales verga no le fumaste bien. ¡Ándale así, así! Sostén el aire tantito. A ver, ¿qué sientes?
Y el gatito entre nubes de humo daba uno, dos o tres tanques más.
—¡Cof, cof, cof! Nada, no siento nada.
—Reputa madre gatito, ¿cómo no?
—No, nada, no siento nada… ni mis manitas, ni mis patitas.
Y, ¡ja ja ja ja! Fue tan icónico su chiste que ya después solo bastaba con decir: “Nada, no siento nada“, para rompernos a carcajadas. No podíamos decir nada cerca de mi mamá sin que completara con “ni mis manitas, ni mis patitas“.
El miedo más grande de mi mamá se hizo real: le diagnosticaron cáncer. El cáncer de pulmón más rápido y ojete, muy culero todo. Pudo haber tenido cáncer, detectarlo a tiempo, como todas las mujeres de la familia, pero no. Nosotras (ella, mi hermana y yo) siempre teníamos todos los boletos de la rifa para lo más culero. Ella siempre se ejercitaba, nunca fumó, excepto una vez que le dio la pálida y se paniqueó. Hacía yoga, trepaba cerros. Mi mamá se hacía sus cremas, su pasta de dientes, todo lo hacía ella con lo más natural y orgánico. ¡Su propio ácido hialurónico, mamón! Tomaba agua en termos de cobre porque reestructura las moléculas del agua. Una vez le puso limonada al termo, y que se le reestructura el metal. Pero pues, ni aunque te quites ni aunque te pongas, ahí a la jefa nomás le tocó aprender química, no morirse. Su aprendizaje fue vomitar ácido.
En dos meses las piernas atléticas de mi mamá ya no tenían fuerza, eran bolsas flácidas con huesos. Un tumor creció en medio de su corazón y sus pulmones, creció, creció y le partió la columna en dos. Nunca le dijimos, y no se si lo supo, pero jamás hubo una esperanza de vida para ella, el cáncer hizo metástasis por todo el cuerpo, al grado que el cirujano que buscamos para su columna nos dijo que operar a mi mamá era como trabajar con madera carcomida por termitas, era un cascarón y se iba a desplomar por una u otra cosa. Se mantuvo esos dos meses con fentanilo y oxicodona. Llorábamos de risa y dolor, se había convertido en su chiste.
“Nada, no siento nada”, le decíamos, se reía y nosotras movíamos sus piernas, sus brazos, los masajeábamos para que se calentaran un poco.
Un chico de trece años me dijo que su generación busca traer de vuelta los Vines. Vine era una aplicación que te permitía crear videos con una duración máxima de siete segundos. La saturamos con mala calidad; grabamos gatos usando calcetines, gorros, personas comiendo chile habanero entre lágrimas, perros gordos que intentan trepar un sillón, bebés comiendo limón en medio de una confusión sensorial y una categoría de videos random de la vida cotidiana de adolescentes recitando una serie de guiones auto escritos que no tenían sentido, pero esa era la estética, el fracaso estético. Ese nivel de nuestra vida fue como el nivel fun de los backrooms, un enorme salón de fiestas con colores primarios que expide un olor a pizza y patas como los juegos de McDonalds, nada era serio.
Tuvimos horas seccionadas en siete segundos a la vez, de imágenes random, cuartos virtuales llenos de gente que te hacen sentir acompañada porque miraban a la cámara, se reían contigo, y te sentías parte de la escena donde el perro intenta cruzar el umbral de la puerta con un palo demasiado grande y se golpea la quijada confundido una y otra vez intentando cruzar a la otra habitación.
—It’s okay buddy, you have to let go of that stick, it’s too big —ríen todos en el fondo y tu con ellos— Baby, let go, you can’t carry that here with you, let go.
En los billones de Vines del 2012 al 2018, quedó inmortalizado todo ese asombro de encaminarnos al acuerpamiento virtual. Si hay algo de ese vergonzoso período como principiantes del video de acceso inmediato que vale la pena rescatar; es el registro de nuestro proceso al aprendizaje, un vómito de cringe encapsulado en la historia del internet. Una gama de emociones genuinas ante la experimentación; human meets world. Una zancada adelante y pasamos a transiciones impecables entre OTD’s de la semana; videos mamones en donde un zapato gira en el aire y al tocar un pie aparecen en la en pantalla uno, dos, tres, cuatro conjuntos distintos.
Ahora tenemos un juicio implacable, el mínimo desfase entre escenas o lip-sync detona una oleada de comentarios a la inexperiencia: “mejora en tus transiciones, how ’bout you don’t try lip-sync again?, mejor no hubieras hecho nada, fucking audio does not meet your lips stupid bitch!”
Pienso que esa transición que vivimos todos virtualmente, así como todas las cosas que pasan, son fáciles de romantizar si no lo viviste, por eso ese puberto no sabía de lo que hablaba. Las camisas aeropostale empalmadas, lo difícil de hacer que tu tobillo atravesara el pinche pantalón entubado, enumerar a tus amigos en un orden del uno al diez públicamente en MySpace, caminar a la tienda para comprar tarjetas de saldo para el celular, desenredar el crepé embadurnado de spray para cabello, el corazón roto que venía con dedicar videos de YouTube llenos de imágenes de monitos emo que se habían sacado el corazón para ya no sentir. Todo eso que hacíamos menos enterrar papás. Romanticé la idea de mi mamá las primeras semanas, después ese cuarto tranquilo y azul en el que estaba se transformó en una sala de espera turbia con luces que tintinean. Una pesadilla, ya no paré de llorar.
Ni las pastillas, ni el gimnasio, ni la tanatóloga hicieron la magia que esperaba.
—Siento mucho que no convivieran tu y mi mamá, que no te conociera bien— Le dije a mi novio mientras preparaba el cóctel de verduras, medicina, agüitas sanadoras del horario diurno de mi mamá a días de que muriera.
Antes de morir le dijo a mi hermana: “Yo no sé qué está haciendo tu hermana con un niño”.
Mi mamá no se bajó del carro cuando se lo presenté, no lo vio suficiente para hacer el gesto de bajarse a saludar. Ella siempre me criticó todo pero para esta me puse de pechito, fin a la era de 40 y 20 de José José, un tiktoker y una treintona son la nueva propuesta generacional. Al final, mi colágeno si me sintió un otoño en su vida, no era nada más lo que decía la gente. Después de dejarme llorar antes de dormir como cada noche, lo sentí suspirar.
—No estamos en la misma etapa— me dijo, sacó el brazo de abajo de mi nuca, pidió un Uber y se fue. Todos los boletos para lo más culero los tenía yo. Cuando se fue compré dos misiles, tomé cuatro clonazepam. “Quiero dormir todo el fin de semana y no sentir”, le escribí.
“Por favor, me siento presionado, escríbele a tu hermana”, contestó.
Nada, no siento nada.
–Roxana Alvarado es artista de Ensenada. A partir de su experiencia personal y del trabajo de campo realizado específicamente en la colonia Urbi Villa del Roble en Ensenada Baja California, la obra de Roxana nos habla de la hazaña de habitar la vivienda de interés social y los conflictos afectivos de sus usuarios. Con textil plasma el panorama de INFONAVIT. Cuenta con tres exhibiciones individuales dentro de las cuáles destaca su última exhibición Segundo Round: Por un Patrimonio en 2021. Su obra formó parte de exposiciones colectivas como la XXIII Bienal de Artes Plásticas de Baja California, Index y la IX Bienal de Fotografía, Casa Roja (Monterrey) y Colección Elias+Fontes son colecciones en las que se incluye su obra. Su trabajo literario ha sido publicado en revista El Septentrión.
Gracias por compartir tu proceso, qué buen ensayo!