Marala corrió por entre el gentío con la canasta de la ofrenda bien sujeta entre sus pequeñas manos. Las personas se arremolinaban en torno al río, llevando sus ofrendas, sus enfermos y sus esperanzas a cuestas, esperando que sus plegarias fueran respondidas. El Chhath Puja es una fiesta esperada por todos, ya que marca el fin del ayuno e implica que, tras la inmersión de los alimentos en las aguas del río Yamuna, éstos estarán bendecidos y traerán prosperidad, salud y cosechas abundantes; tres cosas que todo el pueblo esperaba con ansias. La suerte de los invisibles suele ser adversa. Las personas los ignoran y evitan acercarse a ellos, temiendo contagiarse de su mal karma y, ¿por qué no decirlo?, de las enfermedades que portaban. La caridad no alcanza para ellos y por eso, dependen solo de la misericordia de los dioses para sobrevivir.
La pequeña Marala se esforzó por abrirse paso entre la gente, buscando el hermoso cabello negro de su madre entre la multitud. Su madre llevaba el cabello trenzado y adornado con jazmines y fue el olor de las flores el que finalmente, la llevó con ella. Marala adoraba a su madre. A sus ojos, era la mujer más hermosa del mundo, la más dulce y la más devota. Pese a la absoluta pobreza en la que vivían, Amita se esforzaba por mantener su casa limpia y a sus hijos bien aseados y presentables. Les cantaba canciones y les enseñaba a trenzar flores para venderlas como ofrendas en la entrada del templo. Pese a pertenecer a la casta más baja de la sociedad hindú, Amita tenía una idea de la dignidad y el decoro que la hacían diferente a los demás y la alzaban por sobre ellos, como una flor que crece entre el lodo. Marala escuchó su voz, cantando con las demás mujeres mientras esperaban su turno para entrar al agua y se acercó a ella, entregándole la canasta de la ofrenda con una sonrisa que la mujer correspondió de inmediato. Acarició su mejilla un segundo y luego volvió su atención hacia el río mientras cargaba al pequeño Hari a su espalda. Marala observó a su hermanito con tristeza. La cabecita del niño se bamboleaba de un lado a otro mientras su madre se mecía al ritmo de los cánticos con la mirada perdida en la nada y un hilillo de saliva brotando de sus pequeños labios. Marala limpió su boca con su pulgar y le dedicó una caricia mientras suspiraba con tristeza.
El niño nació enfermo y los esporádicos trabajos realizados por su padre no daban lo suficiente como para buscar ayuda médica. Hari no tenía fuerzas, no hablaba y apenas lloraba. Era una pequeña cosita quieta y lánguida, como un muñeco de trapo que su madre siempre llevaba encima y por el que lloraba cada noche. Luego de tres niñas finalmente los dioses la habían bendecido con un varón… sólo para mostrarle que a veces los deseos no se cumplen. La hora señalada llegó y la pequeña Marala siguió a su madre a la orilla del agua, aferrándose a su falda para no perderse en medio de la muralla de espuma que se extendía frente a ellos. El río era un sitio sagrado, Marala lo sabía, pero, ¿qué tan sagrado puede ser
cuando sus aguas están negras y sin vida y la espuma hedionda se extendía un pie por sobre su cabeza?
La muchachita pensó que quizás por eso los niños nacían enfermos. El dios del río debía estar furioso por la suciedad que vertían en sus aguas y, a modo de castigo, enfermaba a los niños, llevándoselos uno a uno para que lo acompañaran en su reino acuático. “Por favor, perdónanos”, suplicó en voz baja, hundiendo la canasta con frutas y caña de azúcar en el agua negra, lavándola concienzudamente. “Te prometo que beberé tu agua todos los días y que lavaré mis alimentos aquí, pero, por favor, sana a mi hermanito”, pidió, cogiendo un mango y dándole una gran mordida, esperando que así, el dios del río viera que no le importaban las aguas negras, ni la espuma hedionda, ni el dolor en su barriga esa noche…
–Génesis García (Chile, 1990) es historiadora y escritora. Ha publicado en más de una veintena de revistas y antologías literarias de Colombia, México, España, Venezuela, Uruguay, Argentina y Brasil.