Improbable

Crucé el portal y anduve entre los desechos tecnológicos de un pasado carente de cronología. Del otro lado me esperaba la arena blanca y las sombras de los que no lograban consistencia. Un joven quiso detenerme para conversar, pero lo ignoré y se desvaneció. Caminaba para encontrarla y ni los perros eléctricos que ladraban en los rincones, y sobrecargaban a veces mi nivel de somnia, eran motivo suficiente para que me desviara hacia el Lago del Olvido. Me dirigía hacia ella como lo había hecho, y lo seguiría haciendo, en millones de oportunidades y en las más variadas coordenadas.

Cuando vi la casa en la playa, sus ventanas doradas, su techo azul reflejando la bóveda de un cielo sin nubes, busqué en los reflejos de los cristales un trazo de su rostro, pero solo había cuchillos de destellos. Otras almas en sombras, incluyendo la de un pintor de cuadros dispersos en un laberinto al que jamás iría, quisieron hablarme al pasar, pero esas sombras eran demasiado probables. Yo no puedo limitarme a lo probable, necesito volver una y otra vez a su improbabilidad, aunque su interés por mí se deshaga en un sentimiento difuso de amor contrariado cuando me esfuerzo demasiado en entenderla.

Calculé su ausencia y, sin embargo, cuando la puerta se abrió contrariamente a la entropía y la arena acumulada de años se retiró suavemente de los escalones de la entrada, estimé que estaba allí y que íbamos a hablar un rato, envueltos en una suave perturbación de la memoria cósmica. No me equivoqué. El segundero del reloj de pared de la sala giraba en sentido antihorario. Fijé la vista en él y vi como aceleraba hasta que las flores marchitas en los floreros recuperaron su frescura, las luces se encendieron y en un tocadiscos muy antiguo empezaron a sonar las “Cuatro Estaciones”, que a ella le agradan independientemente del universo en el que vuelve a materializarse.

Subí los dos pisos de la casa, crucé frente al añejo escritorio donde, en varias oportunidades, se sentó a escribirme largas cartas de respuesta a las mías, las suyas llenas de reproches por mi continua fragmentariedad y mi falta de solidez, las mías llenas de pedidos de disculpas y de un deseo ferviente de
no perderla más. Las dos hojas de la puerta de su cuarto se apartaron con facilidad al empuje de mis manos. No había pasado la llave. Apenas avancé y pisé la alfombra, la vi respirar hondo al salir de la muerte que se había provocado impaciente con su amor por mí. El cuchillo cayó de su pecho y la
sangre volvió a su corazón. No podía culparla porque yo también me había matado muchas veces, cansado de verla disolverse en la antítesis vacía de nuestras esperanzas. Es inevitable seguir amándonos y reencontrándonos.

Se levantó del sillón y me miró. La tristeza poco a poco se esfumó de su semblante mientras la brisa salitrosa del mar, tras colarse por la ventana abierta, vibraba en sus cabellos castaños. Me sonrió con ternura. Hablamos, nos sentamos en su cama. Hicimos el amor sin poder saciarnos. Traté de
impedir que mis manos, como tantas veces en el pasado y en el futuro, se extendieran desde su cuerpo hacia alguna zona indefinida del tiempo de las que me quitan el tacto. Ella volvió a reír y llorar de felicidad. Demoramos el orgasmo. Nos mordimos los labios. En eso es la más fiera, pues el dolor de
quererme le hace apretar los dientes hasta que mis ojos lagrimean. Alguna vez se quedó con el sabor de mi sangre en su boca. No hay cercanía entre nosotros que nos impida anhelarnos, extrañarnos.

Entonces, como siempre, me desintegré y vi como su rostro se alejaba en una bruma roja o violeta o quizás azul turquesa. ¡Cuánta desesperación! ¡Cuánto dolor! Y como era de esperar, tuve que pasar por muchos mundos, adquirir y perder muchos recuerdos, antes de volver a verla y llenarla de palabras de amor. Ahora, mirando aquella fuente de la que el agua no brota sino a la que el agua refluye buscando su origen, espero sentado entre las rosas que ella vuelva. Este va a ser uno de nuestros encuentros recurrentes, en los que me dice casi exactamente las mismas palabras y yo la abrazo con la esperanza de nunca más soltarla.

Fernando Gutiérrez Almeira nació en Montevideo, Uruguay, el 28 de marzo de 1971. Se recibió de docente de Filosofía en 2001 y de docente de Matemática en 2003, en el Instituto de Profesores Artigas. Desarrolló una intensa producción de textos filosóficos y literarios en redes digitales, algunos de los cuales se encuentran publicados en su blog que existe desde el año 2010. Creó la revista filosófica Ariel cuya dirección abandonó posteriormente en la que también se encuentran publicados algunos de sus textos y que actualmente se halla discontinuada. Ha autoeditado con su respectivo registro internacional tres libros de cuentos titulados “Un sueño dentro de un sueño” (2022), “Caja de sorpresas” (2022) y “Tenebridades” (2023). En 2023 fueron publicados cuentos suyos en la revista venezolana Alborismos en su Nº12 (“Entrevista con un muerto”) y la revista mexicana Delatripa en su Nº71 (“Borges y el Necronomicón”) y en su número 72 (“Stella Maris”).

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