El sonido de un bote a motor lo sacó del letargo en el que estaba sumido. Se encontraba absorto en un recuerdo lejano, mientras contemplaba la plataforma que sobresalía de aquellas aguas translúcidas que el viento acariciaba suavemente.
Su mente lo llevó a aquellos días donde observaba el mismo paisaje, en un mundo más joven y cuando sus arrugas aún no existían. En aquellos días de juventud, en medio de la plataforma, se levantaba una casa de un solo piso de techo rojizo y paredes amarillas. Había una serie de pinos altos. Bajo ellos, rastros de hojas secas que se asemejaban a cabellos rodeando la vivienda y dejando un pequeño prado que él veía a la perfección.
Para llegar al risco que se adentraba en el agua, tenía que recorrer un largo trayecto. Para él, era un placer estar en este lugar, sin importar la distancia que debía recorrer. Atravesaba el borde de un cerro, desde donde se dividía gran parte de la sabana. El frío del páramo era tan penetrante que el castañeo de los diente era inevitable, el viento era feroz y despiadado; pero al momento de llegar a la saliente del risco a contemplar el agua, el clima era completamente diferente. El cielo se abría, el aire era tibio, y el viento corría tan delicado que parecía el susurro de dos amantes en un oscuro rincón de la noche.
Un día, antes de que el sol llegara al punto más alto, en medio de un suspiro algo le llamó la atención en la orilla de la plataforma. Un cabello oscuro y rizado danzaba al compás de la brisa. Había alguien en la costa de la pequeña isla. Ella tenía las pantorrillas cubiertas por el agua y llevaba un vestido azul con flores blancas que llegaba hasta donde inician las rodillas.
Aunque era difícil distinguir a la perfección la figura femenina, lo único que pudo contemplar fue una mirada. Sentía como sus ojos cafés penetraban dentro de su alma y hacían caer una bomba en su ser que hizo aparecer el rubor en sus mejillas.
Pasaron el día contemplándose, hablando solo con la mirada, contándose cosas con los ojos. De esta manera, todos los días se encontraban a lo lejos y hablaban sin palabra alguna. Fue así como surgía el amor entre dos seres que no conocían siquiera el nombre el uno del otro, solo distinguían la blancura de sus cuerpos. Se enamoró del cabello que contemplaba desde el mirador.
Con el paso del tiempo, los encuentros eran más intensos, ella era capaz de hacerlo sentir en calma, pero al mismo tiempo le hacía sentir un caos en toda su humana existencia.
Un sentimiento de amor eterno se apoderó de ellos, y después de un rato sin comunicarse, ella dijo que lo amaba, lo dijo y lo sintió de tal manera que duró hasta el día de su muerte. Él no dejo de amarla, subía hasta ese páramo todos los días, sin importar que el viento le quemara las mejillas y el oxígeno fuera más escaso, lo hacía para recordar cómo había empezado su aventura más grande y placentera.
–York Maykel Páez, nacido en Zipaquirá, Colombia, en el año 2000, inició sus estudios de comunicación social y periodismo después de terminar la secundaria. Desde sus inicios en la carrera ha mostrado interés por las letras y la forma en cómo a través de ellas se puede llegar a los confines del mundo. Hoy en día sigue con sus estudios, planteando una tesis sobre relatos de no ficción, y con el compromiso de contar lo que el mundo no quiere oír.