Por Raúl Fernando Linares.
La anécdota es ineludible: salgo de mi lugar de trabajo, escucho que a un compañero lo saludan con el infrecuente, luminoso epíteto de novelista, le pregunto extrañado la causa y responde, con sonriente naturalidad, que efectivamente lo es: recién ha publicado su segunda novela. Júbilo y azoro. ¿Cómo es que la presencia de un novelista puede pasar desapercibida en el entorno inmediato? ¿Por qué los narradores no brillan en la oscuridad, o levitan un poco al caminar, o lucen alguna marca corporal, o portan alguna insignia vistosa que haga evidente su vocación extraordinaria de picapedreros de la narración? Fue así, someramente, como llegué a Rafael Alfredo Mendoza, lector tenaz, novelista, realizador audiovisual y docente universitario. A partir de ese momento la conversación, el ir y venir de recomendaciones lectoras, el eventual intercambio de libros y las promesas de lectura se sucedieron con naturalidad y con soltura.
Como resultado de aquellos intercambios inesperados, llegué a La generación de las flores (Lagares, 2020), su primera novela. En un tono cercano al relato autobiográfico tan en boga en las narrativas latinoamericanas recientes, la novela gira en su primera parte alrededor de la adolescencia, o de cierta visión de adolescencia, o de la vida adolescente, revolcón y caída y angustia y camaradería, el primer amor y el primer rechazo, para dar paso, en la segunda mitad de la novela, a una trama muchos más oscura de secuestro y delincuencia, en la que pervive la sensación de fatalidad, de mal fario fortuito alrededor de un protagonista adolescente que no comprende el mundo y termina dándose de frente con una realidad que lo pierde y envuelve. Se trata de un ejercicio narrativo honesto y sencillo que, hoy me queda claro, sirve como preámbulo temático y tonal para una segunda novela, igualmente exploratoria, pero con mayor brío y con recursos más contundentes y efectivos.
Así pues, Las incandescentes letras B (Lagares, 2021) se presenta como una muestra del crecimiento de un escritor que decide tomar un camino narrativo y desarrollarlo de forma tenaz, consciente y productiva. En esta segunda entrega, tan reciente, tan cercana a su predecesora, las líneas narrativas fundamentales continúan: la crisis de juventud, la definición de la personalidad de un protagonista que se ubica de forma dubitativa en el mundo, en un mundo que lo mueve, lo desconcierta, lo inquieta y fascina. Dos son las diferencias fundamentales en ambas entregas: por una parte, el tono general de las mismas; por el otro, su artificio manifiesto, el engaño como estrategia discursiva.
En cuanto al tono, Las incandescentes letras B se presenta como una novela que no teme enfrentar a sus personajes, y con ellos a los lectores, a la crudeza de un entorno violento, dolorosa y normalizadamente violento, cuyo peligro mayúsculo para quienes lo asumen y padecen, es la inercia, la fatalidad de la inercia. En la novela Ranier, el protagonista, se va revelando, capa tras capa, como una especie de víctima ingenua de un torbellino delincuencial que lo envuelve sutilmente, sin contemplación, sin prisa y sin reparos. Sin malicia, el personaje muestra la lenta, tenaz licuefacción de sus fronteras éticas, y la forma es que éstas se desvanecen al calor de una conversación, de una borrachera, de una coyuntura inesperada. En este sentido, el tono general de la novela es de un ingenuo cinismo, de una inocente moralidad sesgada por la que la falsificación, el robo, el secuestro o el asesinato se pueden concatenar como consecuencias naturales, y por tanto aceptables, de un mundo que las tolera y presiente como inevitables.
La otra gran diferencia respecto a su novela anterior es la capacidad de Mendoza para construir una poética del engaño y convertirla en táctica y estrategia de una novela en la que el protagonista, convertido en narrador omnipresente (que no omnisciente), se revela casi desde el inicio como sospechoso, como encubridor ingenuo de su propio ser delincuencial, tan vaporoso e inopinado como inescrutable. Este efecto de engaño es utilizado una y otra vez a lo largo de la novela, no como una estrategia de confusión o mandoble, sino bajo la forma de ocasionales guiños a los personajes (y a los lectores), recordándonos a todos que la novela es un artificio, que todo discurso es una construcción intencionada, y que las epifanías (motivo recurrente a lo largo de la novela), no tienen que vincularse con sucesos extraordinarios, pero sí con momentos trascendentes, con instantes de luz en los que saber eso, justamente eso que no se sabía y de pronto se sabe, son capaces de tomar al universo todo, ficcional o no, y convertirlos en vías de iluminación, en pretexto discursivo o, como en este caso, agradecible y promisorio, en segunda novela publicada.
Las incandescentes letras B
–Raúl Fernando Linares. (Mexicali, B.C., 1973). Poeta. Ha publicado los libros atanor, tres de la tarde; Zoofismas; Afiles; Minotaura que germine; Topos en bisel y o Hablar o no pa’ipai. Organización social de la conducta lingüística en la Comunidad Indígena de Santa Catarina. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico de Baja California, y cuenta con diversos reconocimientos nacionales e internacionales a su labor poética. Profesor de tiempo completo de la Facultad de Artes y Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.