Al ganar la otra orilla, una rata descomunal, con medio lomo ensangrentado salió corriendo a su encuentro. Sus ojos tenían inyectada la furia, una rabia que ni la muerte apaciguaría. Alicia se estremeció. Sin poder evitarlo dio un grito. La rata alcanzó el borde del puente y se tiró de él como suicida, con un gesto tan lleno de humanidad que Alicia no pudo dejar de sorprenderse y sentir un profundo asco al mismo tiempo.
La virtud de sir Peter Lely, sin embargo, fue dotar de porte y dignidad a sus retratados. Bien vistos sus patrones eran feos a rabiar. Muy narigudos, demasiada frente, rulos a fuerza de tenazas y kilos de polvo de arroz sobre las pálidas caras. Sus comitentes representaban esa faceta indigna de la justicia distributiva, o bien visto, el ajuste de cuentas de la misma con el reparto de dinero. ¿Es cierto, no? Eran personas ricas, muchísimo, no tenían preocupaciones mundanas, lo cuál debe ser maravilloso. Sus padres, en todo caso, también querían que Anthony Van Dyck los inmortalizara, pero acaso el gran maestro los vio tan feos que hizo la vista gorda. No, no, no, ante todo mil disculpas, es que sabe milord, su excelencia el obispo de Sussex me ha encargado que me ocupe cuando antes de un retrato suyo para su fiel devota, la condesa de Avvon y luego entonces yo… Lely no actuó así. A diferencia de Van Dyck fue un paso delante de la pretensión. Eso justamente. Ser pretencioso no es la búsqueda de la inmortalidad, sino congelar un momento irrepetible y se necesitan agallas para entenderlo y poner manos a la obra. Usted, lord Capel, quiere que sus hermanas aparezcan como divinas hijas de los olimpos, bueno claro que es posible, sólo déjeme trabajar. Déjeme demostrarle, para ser sinceros, que la auténtica inmortalidad consiste en que la mentira parezca verdad y viceversa, aunque, si todavía me permite un poco más, solo un poco sin que parezca irrespetuoso, le haré ver que la verdad requiere ser expuesta tal cual es, sin afeite, sin escondite. Sin narices retocadas. ¿Cómo dijo usted?
Por esa intención de Joaquín de alcanzar el museo Guggenheim caminando a lo largo de Central Park, salí por primera vez a la luz, porque el día era lindísimo y los árboles refrescaban menos que la sombra de los edificios. Salir golpeado, o golpeada, según la modelo, porque el buen Lely les puso el arte tan enfrente de sí que no se daban cuenta de que sobre la misma fealdad cimentaba la maravilla. Joaquín, esto no es Insurgentes para que caminemos mucho, mis piernas van a reventar y luego qué vamos a poder ver en ese museo, mejor tomamos un taxi. Pero el taxi que no, que no fuéramos flojos y camináramos, lo que nos hizo reír como locos porque ese tipo de fórmulas no podían suceder sino sólo ahí, que entonces era aquí, en el corazón de mi mano y de mi mente, de mi amor sin escrúpulos ni condiciones. Tu mano Joaquín, tanto que me gustaba. Pero fue Lely tan alumno de Van Dyck que sus modelos narigudas tenían una silueta hermosa, rotunda, con esa gravedad que solo el cuerpo de la mujer logra alcanzar a dominar. Joaquín, tan espléndido. Y en The Great Hall Balcony un almuerzo dignísimo de nuestra cruzada de turistas que vienen a admirar la ciudad de cristal con un presupuesto mínimo, pero dispuestos a darse la gran vida aunque solo fuera paliativo. Coles maceradas, ¿quién diría que son tan ricas?
Un chillido de ratas en la alcantarilla.
Joaquín: Alicia ¡eres igual a Germaine Pelisse!
Fue el primero y único en decirlo, pero le creí como si un ejército en el momento del pase de revista lo gritara con toda la flema del imperialismo decimonónico. En el hotel le creí porque vimos juntos la película muda. ¡Qué barbaridad! No eran por mis rizos ni por mi nariz ligeramente redonda en la punta sino por esa aura que resplandecía en su actuación. ¿De qué año? ¡1916! ¡No-puede-ser! Y la vimos por casualidad porque en la madrugada no venía el descanso justo para esa hambre de comernos, y ya no pasaban nada en los canales abiertos sino una película muda. Entonces lo dijo: ¡Ahí estás en la tele! No parecía actriz muda, con el labial escurrido en la trompita, con los ojos bien abiertos tal cual exigía el expresionismo de Friedrich Wilhelm Murnau, sino con tanta naturalidad que le dije, Joaquín, esta actriz podría ser de este tiempo. ¿O sería que yo había regresado al tiempo de la Gran Guerra para convencer al director que me incluyera? Ok, pero usted, ¿sabe?, no se ofenda, no parece de esta época. ¡Qué importa! Mejor para su trabajo.
Joaquín / el chillido de la rata.
Pero los años pesan, se dijo en voz alta, y recordó que no fueron las cuadras enormes de la Quinta Avenida sino los adoquines flojos del barrio de la Tereza, donde en tiempos de Abel Gance su abuela reinaba sin tener que preocuparse por la modernidad ni por una sonrisa como la de Pelisse en 1916, que desde ahí sirgue siendo tan actual que a veces espanta. Por suerte que en esa parte de Central Park no había ratas, y Joaquín, esplendido, me hacía ver todo con ojos de conocedor allanándome el miedo a no saber qué decir, cómo dar las gracias, cómo ordenar en los restaurantes o simplemente cómo pedir el baño, aunque en realidad no supiera apenas un poco más que yo de todo lo que había en la Gran Manzana. Salvo, pensó nuevamente, porque estando frente a frente con Lely no supo qué decir. Y lo único que supuso es que algún favor les hacía el pintor a sus modelos narigudas y de cejas tan enormes como pastizal. ¿A qué te refieres? Bueno, no hay que ser un experto como tú para darte cuenta de que todas las mujeres que pinta eran como tablas, y feas, se ríe un poco en voz alta, los adoquines sabrán guardar el secreto, pero en todas y cada una de ellas supo ponerles un toque sensual. ¿Sensual? Sí, fíjate como dibuja su escote. Las salas frías, pero el abrazo de Joaquín todo lo podía. Y en efecto, Lely desplegaba riqueza cromática, una profunda tonalidad en su paleta, usualmente predominando en grises y ocres pero la vista se deslizaba por esa elasticidad que tenían sus líneas hacia el delicado modelado de los senos. ¿No serían los rostros mi amor?, míralos, están bien logrados, con un brillo que se refleja… No, la interrumpió, es la forma en que hace que te vayas a los senos. ¡No seas puerco!, no, no, te lo digo en serio. Este hombre. Lely, sir Peter Lely. Como se llame, de verdad que logró llevar la atención hacia un punto más elevado. ¡Puerco! Bueno, yo no sé decir las palabras bonitas que tú tienes. Me refiero a que sus modelos no te atrapan por la vista, pero tampoco es que se estén encuerando. Te atrapan por su aura, bruto. No es aura, es la misma pintura, pero algo que yo no te puedo explicar. Algo que básicamente, hace que te detengas y quieras ver de nuevo, para que en esa nueva oportunidad quizá logres darte cuenta del secreto.
Vieron Las dos damas con una paciencia enfermiza. Elizabeth, la condesa de Carnarvon transmitía astucia, conciencia de clase, altivez, esas listas infinitas que no dicen nada en las enumeraciones. Al final ese destello del escote, o la silueta de su rostro o lo que fuera, los atraía más. Lely fue un excelente dibujante. Cuando le encargaban una obra llevaba su juego de gises y ahí mismo frente a los comitentes les exponía la idea general del trabajo en un par de trazos. ¿Así su excelencia? ¡Qué bárbaro sir Peter! Usted sí que nos entiende… pero tengo una duda, ¿por qué baja usted tanto la tela que recubrirá el seno de mi hermana? RISAS. Alicia también reía mientras iba ganando el barrio de la Tereza, donde su abuela, ¿sería posible?, se habría hecho un cuadro idéntico si en la Amecameca de ese entonces hubiera habido un genio capaz de emular al retratista inglés. Joaquín. Su brazo en el abrigo, su perfume picante que no ocultaba del todo el corned beef sandwich del almuerzo que le hizo probar. En la noche, antes de dormir, le hizo modelar como la Pelisse en el inicio de Les gaz mortels por una risa que fuera superior al aura de Lely y sus modelos cejudas, condesas y cortesanas pero que no les vendría nada mal una depilada con pinzas. Y Alicia, recuerda mientras sigue caminando, estuvo con Abel Gance y sonrió de lo lindo, y también en el veinteavo piso del hotel donde posó y estuvo divertida encarnando a Germaine para el lente monofocal, único, aburrido pero en ese entonces hermoso de Joaquín, hasta que el tiempo, siempre ese padre caprichoso y vengativo, echó todo a la misma alcantarilla de las ratas.
-Mario Alberto Serrano.
Mario Alberto Serrano es escritor, historiador y cronista. Cuenta con estudios de literatura tradicional, migraciones visuales, arte contemporáneo y cine.
Ganador del Premio “Laura Méndez de Cuenca”, en la categoría novela, convocado por la Secretaría de Cultura del Estado de México. Del Premio de Ensayo “Miguel León Portilla” convocado por la Revista Artes de México. Finalista del Concurso Iberoamericano de la Hispanic Culture Review, auspiciado por la George Mason University, y del Premio Internacional Ana María Aguero Melnyczuk a la Investigación (Buenos Aires, 2020). Parte de su trabajo literario ha sido publicado en México, Estados Unidos, Venezuela y Argentina.
Es autor de 5 libros. Desde hace 10 años escribe en los espacios de Internet enlacaradelcerro.wordpress.com; y flamalampara.wordpress.com
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