Jonás emergió en el Mediterráneo inspirando con la potencia suficiente, según su broma habitual, para producir el vacío sobre el agua. Normalizado el resuello, el presuntuoso aún flotante mostró a Marina, a bordo del barquito, su diminuta red con los últimos tesoros encontrados. Sí, tesoros. Así llamaba él a las curiosidades o extrañezas halladas en el lecho submarino.
Jonás y Marina. «Con nuestros nombres, nacimos para enamorarnos el uno del otro y ambos del mar», convinieron al poco de conocerse. Y, al tenor de los hechos, la conclusión había sido tan acertada como poética: juntos, siempre juntos, en ningún otro momento ni lugar eran tan felices como estando perdidos en las deslumbrantes aguas del universo azul.
«En una vida anterior debimos ser peces», imaginó él. «¡Y si no fue así, ojalá lo seamos en la siguiente!» anheló ella.
¿Cuánto hacía ya de su mutuo descubrimiento? ¿Seis, siete años? ¿Quizá más? No estaban seguros. Y se alegraban de la duda: los amores pendientes del tiempo se descuidan a sí mismos y acaban estropeándose antes, mucho antes incluso, que la maquinaría de su reloj.
–¿Qué has encontrado esta vez: un ánfora romana llenita de monedas?–ironizó Marina observando, complacida, al ascendente.
–Ese honor te lo dejo a ti. Por ahora, tendrás que conformarte con esto–sonrió Jonás entregándole sus hallazgos.
–Déjame ver… Dos corales, un fósil, una… una cosa oxidada que vete tú a saber qué será y, eso sí, una bonita caracola. Te la compro por un beso.
–Hecho.
Saborearon el dulce y, allí, a millas de la costa, también salino amor.
–¿Te interesa algo más por el mismo precio?
–No cuela, grumete. ¿Vendrá con la banda sonora del mar?– añadió sopesando la concha.
–Dale al Play.
Siguiendo la guasa, Marina se la acercó al oído y, de repente, su expresión risueña empezó a marchitarse hasta hundirse en el desconcierto, la perplejidad y el miedo. Gritó soltando la caracola.
–¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué tiene?!
Permanecía atónita, incapaz de articular palabra. Jonás agarró una botella, defensa contundente.
–¡No! –lo detuvo–. No es eso… E-escúchala…
–¿Qué…?
–Por favor… Escúchala…
Renuente, accedió.
Y el rostro masculino, súbita palidez asustada, confirmó a Marina la ausencia de su posible yerro o fantasía. Por descabellado que pudiera resultar, ambos habían percibido el mismo murmullo.
La misma desesperación.
Lejos de reproducir, como suele decirse, el sonido del mar, el caparazón remedaba el inequívoco llanto de un niño pequeño balbuceando en un idioma extranjero, el grito aterrado de un inocente.
Jonás y Marina se abrazaron sintiendo la piel de gallina, el espanto del otro.
–¿C-cómo es posible…? ¿Qué…? –balbuceó ella.
–No lo sé… Nunca…
Miraban el molusco, depositado ahora sobre la mesita, con el mismo respeto reverencial con el que se contempla una urna funeraria.
–Es una especie de… de… ¿psicofonía? No se me ocurre otra palabra.
–Sí, algo así… Supongo.
–¡Un naufragio! –suspiró Marina tapándose la boca, horrorizada.
Jonás se irguió oteando el horizonte, temiendo y deseando que tuviera razón, que ellos aún pudieran ser la esperanza, la última quizá, de quienes, si así era, aún no hubiesen perdido la vida.
–¡No hay señal de ningún barco!
–Puede que sea algo menos llamativo.
–¿Una patera?
Marina asintió.
–Migrantes… ¡¿Y cuántos esta vez?! ¡¿Cuántos más?! –se quejó, impotente–. Pero tampoco. Ni grande ni pequeño… ¡Nada a la vista!
–Quizá no haya ocurrido hoy.
–¿Qué quieres decir?
–Que no sabemos cuándo se ha hecho esa… ¡esa grabación o lo que sea! Quizá fue ayer. O la semana pasada. O hace un año. ¡Yo qué sé! Pero ahí abajo, seguramente… Deberíamos avisar a alguien.
–Espera, tranquilicémonos. Yo no he visto rastro alguno de naufragio cerca de la caracola. Como aquí arriba, nada de nada.
–¡¿Y qué?! Eso no significa que no…
–Marina, piénsalo. ¿Qué vamos a decir? Pensarán que estamos locos.
Ella se acercó a la mesita y recuperó, estremecida, la urna funeraria. La concha. Se la acercó al oído, temblorosa, y escuchó. Cerró los ojos dejando resbalar una lágrima por su mejilla. Alargó el brazo. «Es tu turno», decía el gesto trémulo.
Él ignoró la propuesta y volvió a abrazarla.
–Lo siento –se disculpó–. Cojo el equipo y vuelvo a bajar. Quédate aquí.
–¡No! Voy contigo.
–¿Estás segura?
–Sí.
La besó.
–Te quiero.
Marina sonrió tímida, reconfortada.
Ciñeron sus respectivos equipos sobre la piel desnuda y se arrojaron al mar cogidos de la mano.
La temperatura del agua, enfriada de pronto por la angustia y el miedo, había descendido notablemente desde la última inmersión. Tanto como la intensidad de la luz. A medida que el descenso progresaba, también aquella parecía menguar más rápido que de costumbre.
Helados y ciegos. Así se sentían ante la aterradora perspectiva de descubrir lo que nunca habrían querido siquiera tener que buscar. Descendieron hasta el lecho marino juntos, aferrados a la mano del otro, aterida y cálida presencia tan necesaria e imprescindible para seguir respirando como el mismo oxígeno.
Inmóviles, reconocieron el ambiente apenas unos metros, hasta donde la tibia claridad les permitió. Ambos negaron con la cabeza: «No veo nada». «Yo tampoco». Segundos después, Jonás sintió las uñas de Marina, repentino y doloroso apretón, clavadas en su carne. La miró a los ojos, pupilas aterrorizadas tras el cristal.
Y temió su pánico.
Desgajado de la oscuridad submarina, un niño de unos tres años, vestido con zapatitos y pantalón corto, ambos oscuros, y camiseta de encendida tonalidad, quizá roja, deambulaba a pulmón libre, buscando distraído quién sabe qué sobre el fondo mediterráneo.
Sin emitir burbuja alguna, signo manifiesto e inevitable de respiración, el pequeño se movía con pasmosa naturalidad aérea, como si su cuerpo, si acaso el suyo era un cuerpo, no ofreciese la menor resistencia al agua. Como si fuese… un espectro.
Se detuvo y recogió algo ante sus pies. Jonás y Marina reconocieron el descubrimiento al instante: una caracola. El difunto niño, no tenían ya ninguna duda, se llevó el caparazón a la boca y le habló con expresión ausente, mecánica. Grabado su mensaje, volvió a depositar el nácar donde lo había recogido. Y siguió buscando.
La pareja se miró, petrificada. «¡¿Es…?!», pareció preguntar Marina con su llorosa mirada. Jonás captó el pensamiento. Asintió. Él también lo había reconocido. El fantasma era, fue, un niñito llamado Aylan Kurdi, refugiado sirio cuyo legítimo deseo de seguir viviendo lo llevó, cruel paradoja, hasta la muerte. Su aparición en la playa turca de Bodrum había conmocionado al mundo, como a ellos también ahora.
Un repentino movimiento atrajo la atención de Jonás.
Muy cercano de pronto, «¡Cielo santo!», «¡No, por favor…!», Aylan braceaba, impaciente. Sostenía un salvavidas naranja, idéntico a otros vistos en televisión, y su pálido semblante, abandonado el hieratismo, aparecía atenazado por la urgencia. Su mano libre señalaba algún punto lejano sobre sus cabezas.
Advertidos los extáticos observadores, la tierna alma dio un pequeño salto y, sin esfuerzo aparente, se perdió entre las sombras con la velocidad de un delfín. El salvavidas arrastró algunos más entrelazados, semejantes a la cola de una cometa.
Jonás y Marina comprendieron. Pese a todo, aún había esperanza.
Ascendieron a la velocidad máxima que les permitió sortear el peligro de la fatal descompresión. Ya en la superficie, ambos aspiraron, esta vez sí, con potencia suficiente para producir un figurado vacío sobre el agua.
–¡Vamos, vamos! –apremió él.
Ya a bordo, otearon el horizonte.
–¿Ves algo? –preguntó ella.
–No ¿y tú?
–Tampoco. ¡Espera! ¡¡Sí!! ¡Allí! ¡Allí! –señaló Marina, exultante.
–¡A toda máquina! ¡Lanza el S.O.S.!
No tardaron en arribar al punto de la zozobra. Una barquichuela, apenas un cascarón podrido, flotaba panza arriba sobre el agua. Aferradas a este y auxiliadas por una ristra de milagrosos salvavidas, diez o doce personas también resistían. Entre los rescatados, una mujer sujetaba un bebé de pocos meses.
–¿Cómo se llama? –preguntó Marina, emocionada.
Aquella negó sin comprender.
–What´s his name? –repitió suponiendo el conocimiento del inglés.
La mujer sonrió.
–Aylan. His name is Aylan.
Y Jonás, cuyo nombre rimaba felizmente con el de la criatura, también sonrió. Conmovido, pero contento.
Pese a todo, aún había esperanza.
–José Luis Díaz Marcos es de Alicante, España. Ha publicado relatos en diversas antologías y webs nacionales y extranjeras. También es autor de sendas novelas: Paraísos de magia y fuego y Botij-Oh!