“Entrando al GigAztlán” de Anaïs Fabriol

La escritora Anaïs Fabriol nos presenta un fragmento de su novela de ciencia ficción.

El embajador solía recordar aquel primer día, cuando al bajar del barco, ClaraLuz La Cazadora le dio un tour por el pueblo, partiendo de la idea que era un adolescente medio pendejo que provenía de una Ciudad-Estado aún más jodida que la que acababan de dejar. Esperaba que expresara su asombro, pero él sólo estaba realizando que lo que contaban era verdad, que detrás del océano, en el otro lado del continente, se encontraba esta enorme ciudad tecnoide, que parecía salida de un cuento de ciencia-ficción. Mientras bajaban y esperaban los drones de la aduanas, su huésped le contaba sobre su tierra:

“Esto empezó cuando todavía ni nacías, antes de la Gran Guerra. Los vecinos del norte se volvieron más cabrones que nunca, y parte de ellos pensó que la mejor idea era matar a la mitad de la población mundial. Así se optimizaban los recursos. Obvio que no utilizarían los viejos métodos de siempre: la bomba atómica y todo el rollo. Por eso sacaron las quimeras, y sabes lo que pasó en tu tierra: se comieron todo lo que pudieron. Acá las culeras se tragaron una o dos aglomeraciones en un par de días, los justos y necesarios para que la gente mensa entendiera que no eran niñas bonitas sino criaturas del demonio. Las persiguieron para matarlas, algunas de hecho sí salieron de vuelta. Retour à l’envoyeur, como dicen ustedes. Camino al norte, secuestraron unos tipos para comérselos y tener una reserva de semen, y sus vástagos sembraron el caos más allá del Gran Muro. Tuvimos que pasar del otro lado a limpiar, para que no volvieran a cruzar”.

Pasaron las aduanas. A lo lejos, las luces de la ciudad centellaban en las aguas del puerto. Llegó una esfera blanda que se parecía a un huevo. La Cazadora levantó la mano y se abrió una puerta. Adentro, había una banqueta aterciopelada; se sentaron y la cosa avanzó por los aires, mientras ClaraLuz proseguía con su relato:

“Había quimeras varones, pero eran inconclusos y por aquí la gente los mató en cuanto intentaron secuestrar todo un kinder para tragárselo. Pero las hembras fueron más astutas y sembraron sus hijos donde podían. Acá logramos protegernos y lanzar un programa de salvación, en la zona del país donde más científicos había, pero la antigua capital se fue al carajo. Tuvimos que inducir un sismo y una erupción volcánica para que todo se jodiera y matara a todas las bestias. No fue fácil, debatimos, hubo quienes no querían, claro. Siempre es así. Pero el problema es que si no hacíamos nada, hubieran repoblado al país y terminábamos como carne en sus tacos. Por cierto, si tienes hambre, te llevo al lugar perfecto para eso”.

El embajador, en aquel momento, no sabía a donde lo llevaba todo esto. Miraba la ciudad que se acercaba, con sus luces extrañas y sus enormes edificios, algo que no le era familiar pero que ya le fascinaba. En aquel momento, estaba desesperado por esa chica que nunca sería su novia; había aceptado la invitación de ClaraLuz porque la idea de volver a su Ciudad-Estado natal le parecía insoportable. Y al muy loco de su jefe de expedición la había parecido buena idea nombrarlo embajador, cuando lo único que negoció en su vida fue en un videojuego. 

Entraron en una calle llena de luces fosforescentes, donde la gente iba y venía en vehículos parecidos al que estaban utilizando. Intentaba descifrar la letra en los inmuebles, pero los signos no eran los mismos que se utilizaban en su tierra.

La Cazadora seguía, incansable, con su relato:

“Total, terminamos con una sola Ciudad-Estado en el norte del antiguo país, con muchas ramificaciones. Ahí ves su parte portuaria, pero hay mucho más dentro de las tierras y en el desierto. Los pinches vecinos que sobrevivieron a las quimeras vinieron a pedirnos comida, claro, las bestias echaron a perder las plantas de comida sintética y se tragaron lo que quedaba de cultivos y ganado al aire libre. Nos suplicaron los muy méndigos, y ¿sabes? Como parte de nosotros se jactaba que sería buena idea tener esclavos, como algunos de nuestros antepasados. Y les pedimos que fuera así. No es muy ético que diría, pero vi que ustedes también tienen refugiados que utilizan para hacer el trabajo que no quiere hacer un androide, así que…”

El vehículo se paró frente a un edificio colorado por luces verdes. Parecía un restaurante: por las ventanas se veían personas comiendo. ClaraLuz entró y de inmediato se precipitó una mesera, que con reverencia los sentó en una pequeña sala. 

“Te conocen allí, ¿no?” preguntó él, y la Cazadora echó a reír.

“No creo que esta mesera se acuerde, llevaba mucho tiempo fuera. Lo más probable es que su implante haya leído el mío y visto que soy miembro de la Sección 12.”

“¿Sección 12?”

“Luego te explico. Lo que pasó después de la guerra fue más o menos lo mismo que en tu tierra: intentamos reconstruir y lanzar nuevos experimentos tecnológicos. La única diferencia, quizás, es que nosotros sabíamos por qué olía a mierda, lo que era un avance significativo. Yo cumplía quince años cuando terminó la guerra. Igual me hubiera gustado alistarme si hubiera tenido la edad, pero me fui a la universidad y estudié ciencias políticas. No es como en la ciudad de ustedes, que acá hay mayor tecnología y al fin y al cabo solo aprendemos a defendernos en situaciones complicadas, el resto del trabajo lo hace el implante, pero…”

La mesera les llevó un par de vasos con una bebida alcohólica blancuzca. ClaralLuz bebió de un trago; él esperó un rato más antes de probar. El sabor era agridulce, pero interesante.

“Me reclutaron cuando terminaba la universidad”, prosiguió la Cazadora. “Querían jóvenes que fueran capaces de buscar la prole de las quimeras y matarla sin emociones. Obviamente, no propones esto a alguien que ya vivió, que tiene hijos, familia, mascotas. Yo era hija única y no pensaba casarme. El perfil perfecto. Me mandaron hacer pruebas. Las logré. Tuve un entrenamiento de un año más. A los veintiséis, maté mi primera quimera en un pueblo a veinte kilómetros de acá. Te gustaría. Son puros viñedos y parece un zoológico. Ustedes ya no tienen viñedos, ¿no? Lo bueno es que cuando una cosa se pierde de un lado, se encuentra de otro”.

La mesera volvía con algo parecido a tacos. El embajador se dio cuenta este día que estos poco tenían que ver con las cosas grasientas que solía comer a veces con su padre en la Avenida de la Comida Sintética de su ciudad. De pensar en su viejo y en los pocos momentos que habían realmente compartido, se maldijo de haber aceptado este puesto en un país tan lejano. Pero la verdad era que estos tacos era suculentos.

“¿Es carne sintética?”, preguntó, para amueblar la conversación.

“Es de perro, ¡qué va!”, contestó la Cazadora, algo enfadada. “Algo interesante que recuperamos cuando perdimos ciertas costumbres modernas es la carne local. Perro y guajolote, en los grandes eventos. Si quieres carne sintética, tenemos una muy buena a base de cacto, no como esta cosa asquerosa hecha con restos de hidrocarburos que se come en tu tierra”.

“Está bien”, bostezó él. “Perdona.”

La Cazadora echó a reír: “Perdonado. Total, terminaré la historia y después te llevaré a tu hotel. Durante los veinte últimos años, he buscado a todos estos hijos de puta (maté cierto número de machos también, no te creas) y los mandé al demonio cuando podía. Ahora vuelvo porque he cumplido con mis veinte años de servicio. Espero mi nueva misión para las semanas que vienen, es probable que me asciendan.”

Cuando salieron del restaurante, otro vehículo los esperaba. Subieron y ella dijo:

“El equipaje nos esperará allí, en el hotel. La verdad es que no sé que van a ofrecerme, pero lo que te propongo es que, mientras, te enseñe un poco como funcionamos aquí.  Todo debe ser bastante complicado para ti, ¿no? ¿Qué te parece?”

Se quedó silencioso hasta el hotel, mientras recorrían las calles semi-desiertas. Por fin bajaron frente a una masa de concreto azulado, frente al mar, y otra vez un androide los guió hacía una suite, iluminada por grandes macetas de cactos y flores fosforescentes. 

“¿Puedo llamar para decir que he llegado?”, preguntó. “A lo mejor mi madre estará en casa.”

ClaraLuz le facilitó un extraño objeto en forma de concha, y curiosamente, en la habitación, se pudo oír la tonalidad de un mensaje que pasaba en bucle. Anunciaba que las comunicaciones de su Ciudad-Estado de origen estaban suspendidas debido a un conato de golpe de Estado.

“Mierda, otra vez”, espetó la Cazadora. “Bueno, ya estarás acostumbrado,  después de haber pasado tanto tiempo en un lugar tan rezagado como ése.”

Anaïs Fabriol (Ensenada, 1982). Profesora en la Universidad de Rennes 2 (Francia) en Cultura y Sociedades Hispanófonas, vice-directora de la Revista Amerika (https://journals.openedition.org/amerika). Defendió en 2009 una tesis de doctorado en la Universidad de París III sobre la literatura bajacaliforniana de 1978 a 2007. Investiga sobre ciencia-ficción, series, edición alternativa y digital en la esfera hispana, y más precisamente en el norte de México. También ha escrito una novela policíaca, guiones para juegos de rol a escala real y está preparando su primera novela de ciencia-ficción.

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