Al otro lado de la ventana, el viento débil como música hace bailar a ramas y hojas, los mosquitos, impacientes, se concentran en enjambres que parecen polvo flotante, la luz del sol juega a las escondidas. De este lado de la ventana está ella, con sus pálidos cabellos, sentada en una silla, frotando contra la cortina de encaje un espejo empañado. Pasea su mirada por la huerta y después la vuelve al reflejo opaco entre sus manos. Le parece que su piel es verde y rugosa como la de una tortuga vieja. De muy lejos le llega un rumor alegre que huele como el mar y repite su nombre entre murmullos salados: Mina, Mina, Mina.
—En ese entonces, todos vivíamos aquí en Lázaro Cárdenas. Tu abuelo trabajaba y tu abuela cuidaba la casa; tu tío Carlos ya había terminado la carrera, tu tía Conchita apenas entraba a la prepa. Yo tenía dieciocho años y acababa de hacer mi examen de clasificación para estudiar en Morelia.
Se da la vuelta y estira el brazo para colocar el espejo sobre una mesa lejana. Alguien continúa con el canto de su nombre. “Mina, Mina, Mina”. A su derecha, sentado en una silla, contempla la huerta a través de la sucia ventana. Él mueve los brazos con brusquedad, ella piensa que lo hace para captar su atención, para arrebatar sus pensamientos, arrastrarlos desde aquella vieja conversación sobre las olas, traerlos al presente. Él la mira y sigue repitiendo su nombre, Mina le sonríe y le pide que se calme. Él ofrece una mano temblorosa, Mina la toma sin demora y la acaricia como a un recuerdo.
—Cuando supe que estaba embarazada, no pude comprenderlo. Pensé que no era real, la situación me asaltó como si solo fuera una idea de la que podría huir; dejé transcurrir dos meses, como se deja transcurrir el día para que borre las pesadillas. Pero el tiempo pasó de largo y mi cuerpo cambiaba sin que yo me diera cuenta. Una pelea brutal me había alejado del padre (no importa quién era él), perdimos el contacto sin que supiera mis circunstancias. Pensé que él no se merecía saberlo, que en realidad nadie lo merecía. En un descuido, el interior de mi vientre ya no era mío, mi cuerpo ya no repondía a mis decisiones y todo comenzaba a hacerse evidente. Para colmo, se acercaba la fecha de mudarme a Morelia.
Mina le pregunta si quiere salir a dar un paseo al jardín, él mueve la cabeza de izquierda a derecha y le pide que mejor lo lleve a la playa. Ella se levanta de la silla con fatiga, con los años marcados en cada uno de sus actos, con lentitud y a veces desesperación. Lo ayuda a levantarse con el mismo aplazamiento; él, una vez de pie, la abraza tiernamente y le dice que la quiere, que la quiere mucho, Mina. Mina. Mina.
—Como ya te imaginarás, solo mi familia se enteró. Mi padre se quedó callado, como meditándolo; mi madre lloró, gritó, sonrió y volvió a llorar, me regañó y me bendijo, me abofeteó y me abrazó. Ellos, igual que yo, no sabían cómo tomarlo. Faltaba una semana para que las clases comenzaran, debía instalarme en mi nueva ciudad lo más pronto posible. Teníamos que tomar una decisión, sí, mi madre decía que nos correspondía a los tres, pero el tiempo se nos iba de las manos y al final, lo que mi madre dijo no fue más que una mentira: la decisión la tomaron ellos.
Ahora caminan en la arena, con paso sosegado, como un par de tortugas. Mina lo sostiene del brazo, lo impulsa, lo guía. Él saluda a todos los que pasan a su lado, les sonríe, les pregunta cómo están. Cualquiera pensaría que ese señor es amigo de todos y, sin embargo, no conoce a nadie. Mina está acostumbrada a este comportamiento, a esta frescura y resolución que ostenta desde su infancia.
—No me interrumpas, ya sé que viene una ola grande, sólo brinca. Te decía, hija, que tus abuelos prepararon todo. Yo pasaba las noches en vela; cuando podía me quedaba en cama todo el día, procuraba no tocar mi panza como si con eso pudiera alejarme de lo que había adentro. Carlos, Conchita y yo tuvimos que hacer el juramento de no contárselo a nadie hasta que mis papás murieran. Por eso no se lo pude decir a tu padre cuando aún vivía, por eso te lo digo a ti hasta ahora. A pesar de todo, el trato me dio una seguridad que quizá no hubiera conseguido de otra forma. Me fui a Morelia, comencé el semestre sin ningún problema, pero conforme los meses pasaban tenía que usar fajas cada vez más estrechas, sin imaginar que esto traía consecuencias para un bebé.
Algunas personas le devuelven el saludo, otras lo miran con desprecio y otras más van demasiado distraídas y sencillamente lo ignoran. Mina se detiene y le pide a él que también lo haga. Se toma un momento para recuperar el aliento; la caminata, aunque corta, la ha fatigado. En silencio, coordinados, ambos agachan la cabeza y miran las olas que se atenúan entre más se acercan a sus pies, las olas que cantan, que acarician, que saludan como él suele hacerlo. El agua refleja un cielo colorido: el sol se está poniendo.
—Mientras tanto, tu abuela estaba aquí, fingiendo un embarazo ante familiares, amigos y conocidos que la felicitaban. “Eres una madre valiente”, le decían, “mira que volverte a embarazar a tu edad, teniendo ya tres hijos y seguir como si nada, sin quejarte nunca, no cualquiera lo hace”. Cuando llevaba ya ocho meses y las molestias se habían vuelto insoportables, tus abuelos se inventaron un viaje para toda la familia. Así nadie, ni en Morelia ni en Lázaro, se enteraría de nada. Falté a la escuela tres semanas.
Al ver el grandioso mar, su espacio seguro, su verdadera casa, sus ojos se convierten en nubes grises, pero no deja escapar más que una lágrima. La melancolía comienza a bombardearla con recuerdos dolorosos: diez años atrás, en esa playa, entre esas cálidas olas, Mina le contaba la verdad a su hija. Y él, la médula de esa verdad, se encuentra a su lado.
—Mi madre regresó a Lázaro Cárdenas cargando en brazos la vergüenza. Se sentía incluso más humillada que si hubiera divulgado el verdadero origen de ese niño. Mi padre estaba igual de avergonzado, pero al menos ante la opinión pública no podía ser su culpa: quien poco pone, poco carga. Tuvimos que continuar como habíamos acordado, aun sabiendo que para mis papás estaba arruinado el plan. Yo me acostumbré al dolor de una consciencia que nunca pudo decidir por sí misma; ellos, a la abyección social de tener un “hijo” así.
Ahora vienen de regreso con la misma actitud tortuga. Mina sigue sosteniéndolo, aunque por la edad cualquiera pensaría que debe ser al revés. Él sigue saludando a los desconocidos y, cuando llegan a la casa, pregunta por su mamá. Mina, que no se atreve a decirle ninguna verdad, ni la oficial ni la oculta, responde diplomáticamente: “No puede venir ahorita”. Mientras cenan, el teléfono suena. Es Conchita que pregunta por Josué, por Mina, ¿cómo están? ¿todo tranquilo? ¡qué bien! Promete que vendrá de visita el próximo mes, Mina se alegra, pero no tanto como Josué, que dice “Ojalá venga Carlos también para que estemos juntos todos los hermanos”. Al escuchar estas palabras, por las mejillas rugosas de Mina ruedan un par de lágrimas.
—Pienso mucho en las tortugas que desovan en estas playas y nunca conocen a sus crías. ¿Será que cuando se cruzan en el océano se reconocen? Saben volver a la playa donde nacieron, ¿pero saben a caso volver a la madre que las creó? Quiero pensar que somos un poco tortugas, que somos de mar y de tierra y de nadie. No, él no lo sabrá nunca, ya es demasiado tarde para que lo haga comprender un nuevo concepto de madre. Y aunque ella ya está muerta ahora me tiene a mí, como hubiera ocurrido si elegir por mí misma hubiera sido una opción. Porque, ¿sabes, hija?, yo sí quería ser madre de Josué. Si las tortugas pudieran decidir, ¿elegirían ser madres de sus crías?
–María Alanís Corral es originaria de Morelia, Michoacán. Licenciada en Literatura Intercultural de la UNAM, ha realizado estancias académicas en universidades extranjeras en Italia y España. Actualmente es profesora de idiomas en la UNAM y el Tecnológico de Monterrey. Por lo que respecta a la trayectoria literaria, ha publicado en la revista literaria Monolito y en Atrabancadas. En 2014 obtuvo el segundo lugar del Concurso Nacional de Expresión Literaria “La juventud y la mar”, en 2015 fue finalista del concurso “Puebla en cien palabras” y en 2020 obtuvo mención honorífica en los “Premios Michoacán de Literatura”. En 2021 participó en la Estancia Literaria “Material de los Sueños” de Alas y Raíces y la Secretaría de Cultura.
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