El hombre del traje gris llegó a su domicilio abrumado por una sensación de irrealidad repetitiva. Otro día sin sentido, igual al anterior, perdido entre los residuos de la memoria. La incertidumbre le remolineaba en las entrañas hasta convergerle como huracán de dudas en la cabeza. “¿Esto es todo?”, se preguntaba. “Tanto big bang, tanta creación, tanto pulgar ¿para esto? ¿Para cargar un maletín, un smartphone?”
Su esposa e hijos lo esperaban para la cena y lo recibieron como cualquier otro día, calcado al anterior. Se excusó después de los saludos argumentando cansancio y se retiró a dormir sin siquiera asearse.
Durmió sin desvestirse, durmió con la profundidad de quién quiere alejarse de todo. Su cansancio no era solo físico, su alma se descarapelaba en escamas de tiempo muerto, desperdiciado. Y en cuanto durmió, soñó profundo y vívido, soñó que se ponía en marcha en una suerte de levitación extracorpórea, que recorría algunas calles como un ojo gigante y flotador, hasta llegar a un parque de senderos laberínticos ubicado en el núcleo del sueño. Soñó con infinita nitidez cada rostro, cada nube, cada hebra del pasto que flanqueaban las cintas asfálticas del paseo, cada pétalo, cada grieta, cada colilla tirada en el camino, que poco a poco daba paso a un suelo más artesanal, forrado con pedacería de cerámica, formando un sol en varios tonos de ocre, naranja y amarillo, justo en el centro donde convergía el laberinto de senderos.
De la nada apareció un peculiar hombre, eyaculado de la misma nebulosa onírica de la que dependía el ojo gigante. Éste hombre caminó andrajosamente despacio, quizá absorto en otros mundos, otros ojos gigantes, otros dioses. Se detuvo en el centro exacto del sol artesanal. En eso, el hombre del traje gris despertó.
El sueño había sido un bálsamo para el alma. Después de aquella primera vez, no pararía de habitar el mismo sueño cada noche. Al día siguiente durmió temprano y pronto alcanzó ese otro plano. Como ojo gigante y testigo, fue en busca del hombre de caminar lento y camiseta andrajosa de tirantes, lo vio llegar al centro exacto del astro de cerámica en el suelo y voltear a un punto del cielo. Famélico, con las barbas enmarañadas, de pómulos cadavéricos y en el fondo de las cuencas hundidas, unos ojos verdes delirantes, tan vivos, tan muertos. La abundante vaciedad de su mirada era su rasgo más característico. El hombre del traje gris lo examinó con detenimiento. Le pareció familiar, íntimo.
Durante la sesión de la tercera noche, lo observó por primera vez realizar sus movimientos definitivos que se repetirían hasta su desaparición. Caminaba hacia el centro exacto del sol de cerámica, se detenía, con movimientos robóticos subía la mirada a un punto preciso en el firmamento y terminaba por levantar el brazo izquierdo en un ángulo aproximado de sesenta grados para apuntar con dedo firme. Se quedaría allí, fijo, clavadamente inmóvil. Lo que al pasar del tiempo le ganaría el apodo del hombre estatua.
Las semanas pasaban, y el hombre del traje gris se fue hundiendo en las movedizas arenas de la obsesión. Comenzó a desatender su vida, a tomar prolongadas siestas. Su familia pasó a segundo plano y los problemas conyugales se anidaron en cada rincón. Sin embargo, todo iba de maravilla en el sueño, el hombre estatua no pasó desapercibido, con el correr de los días, la gente comenzó a notarlo, de inmediato cobró una popularidad desmedida entre los habitantes del parque. Cada sesión de sueño aumentaba la aglomeración de gente en torno al hombre estatua. La gente no paraba de tomarse fotografías con él. Grupales, en parejas o solos, con posiciones extrañas, festivas o innovadoras. Con el correr de los días, de manera espontánea, unas personas le limpiaron el rostro, después otras le arreglaron los cabellos y en lo sucesivo otros recortaron las barbas, lo calzaron, ataviaron con corbata y demás prendas. El soñador se maravilló al observar como paulatinamente cambió su aspecto de harapiento a uno más semejante al resto de los habitantes del parque, y todo gracias a la euforia colectiva de la cual era su centro; el hombre estatua se convirtió en un oasis contra la cotidianeidad de sus vidas repetitivas. Apareció en revistas, lo llevaban en sus camisetas, en almohadas y tazas. Pero invariablemente del clima o de la muchedumbre, él se paraba como estatua día tras día, en el centro del sol artesanal.
Un buen día dejó de ser novedad, los habitantes del parque lo habían normalizado, convertido en parte de sus días homogenizados. Al soñador no le importó, le agradaba la escasa atención que su soñado recibía, se podía concentrar en lo importante; saber que veía, que hacía. Había decidido, que el hombre estatua esperaba, ¿pero qué?
En una ocasión, pudo pasar el tiempo suficiente dentro del sueño, se hizo de noche y entonces distinguió un indicio sobre el cielo oscuro. Una mancha verde pañosa, apenas más tenue que la noche, bordeada de algunos puntos más claros de forma esférica y otras manchas semejantes a estelas. El hombre sintió un avance real, esto lo llenaba de alegría e intriga.
A la noche siguiente, el hombre estatua llegó hasta el centro del sol de cerámica, portando aún el traje gris con el que lo habían dotado los habitantes del parque y asumió su rol de inmovilidad. Permaneció así durante cinco minutos, luego su rostro comenzó a deformarse en gestos de tristeza. Las cejas se levantaron en el entrecejo y cayeron hacia los lados, también cayeron las comisuras y rodaron algunas lágrimas. Y por primera vez en mucho tiempo, el hombre estatua bajó el brazo, su boca se abrió desmesuradamente en un gesto de sufrimiento. Un grito mudo que terminó por hincarlo. Dejó de ver hacia el cielo. Después de rato, se levantó, caminó hasta desaparecer y el sueño terminó.
Desesperado, el hombre volvió a dormir, pero no soñó. Por varios días se vio imposibilitado de alcanzar el plano onírico. Su entrega a la tarea de soñar fue absoluta, la noche perdió su exclusividad, el alba o el atardecer también eran momentos idóneos para obligarse a dormir. Todo su mundo era el sueño, al que ahora no podía acceder. Su familia se fue, a él no le importó.
Se retorcía en el colchón húmedo, salitroso. Sufría y no concebía un peor tormento que ese; no poder soñar, y al hacerlo, no encontrarlo más, pues el hombre estatua ya no estaba allí. Solo el sol de cerámica permanecía embellecedor en el suelo, alegrando a cuanto transeúnte habitara esa parte el parque, algunos todavía se detenían en el centro del astro rey y se volvían imitaciones baratas del hombre estatua, se tomaban fotografías y reactivaban su marcha rutinaria. A nadie parecía importarle su repentina ausencia. Solo a él, ojo gigante y flotador; su soñador.
Cuando por fin pudo soñar de nuevo lo buscó sin éxito, intentó aparecerlo, pero no lo logró. Pensó entonces en ser él mismo quien se parara en medio del sol del suelo y volteara al firmamento, pero tampoco podía soñarse a él mismo, nunca había podido, siempre había sido un ojo testigo, solo eso.
El sueño se volvió más escaso y en una intensidad muy baja, envuelto siempre en brumas oníricas de su memoria. La desesperación lo llevó a tomar una decisión extrema, iría hasta el sol de cerámica de manera real, durante la vigilia. Caminó hasta el parque despacio, con los músculos un tanto atrofiados por tantas horas soñando con el cuerpo inmóvil. Tenía el aspecto descuidado de cualquier persona prisionera de su propio sueño. Se detuvo en el centro exacto del sol de cerámica, levantó su mirada y señaló con mano izquierda hacia un punto preciso en el firmamento, se congeló. Petrificado a voluntad, se olvidó de todo. Una persona se paró junto a él para intentar saber lo que veía. Después vino otra que le preguntó algo, y vinieron muchos más a lo largo del tiempo, pero él seguía inmóvil como estatua, concentrado en descifrar que era esa mancha tenue en el cielo. Repitió el ejercicio por muchos días, hasta perder la cuenta, hasta olvidar los recuerdos; fue perdiendo las prendas grises con el tiempo hasta quedar en harapos y barbas enmarañadas. Su vida transcurría entre nubes espumosas y residuos de su memoria, lo único importante era persistir en su tarea, la tarea de su antecesor. “¿Mi antecesor?”, pensó. Entonces entendió y la mancha verde cobró sentido. La verdad le impactó en el pecho, se le deformó el rostro en un gesto de tristeza profunda y después de mucho tiempo, bajó su brazo. Soltó un potente grito mudo y calló de rodillas ante el verde delirante del ojo gigante y poseedor de una vaciedad tan abundante, que abarcaba todo su firmamento.
-Daniel Barrera Blake (H. Matamoros, Tamaulipas. 1977) asistió a un taller literario por primera vez en el año 2019, desde ese momento la creación literaria se vuelve una necesidad para él. Parte de su obra se encuentra dispersa en diferentes antologías: Cuentos cortos para noches largas (Kaus 2020), Flores de Vacío (Versoterapia 2020), Gracias de perro (mini libros de Sonora 2020), Zona de cuentos (independiente 2020), La sonrisa del abismo (independiente 2020), Cuentos para el W.C. (mini libros de Sonora 2020), Escena del Crimen, antología de micro relatos (Ángeles del papel 2020) y Daños colaterales (ALJA 2020) También ha publicado diez cuentos infantiles y una novela juvenil (Pathbooks)