“Soliloquio disonante” de Ángela Muñoz

A veces solo necesitamos una hoja en blanco y mil pendejadas para contar. Uno no sabe qué día despertará siendo distinto y simplemente ya no pueda divagar sobre las viejas ideas, sobre los viejos lugares y los viejos e ineludibles recuerdos, en los que sin saberlo, uno veía a la misma chica rubia de ojos color champagne y cabello desordenado en el parque de la 86, a la misma hora vespertina, cumpliendo con su rutina. Siempre sentada sobre la misma piedra hirsuta, mirando ágilmente las burbujas equidistantes y caóticas que emanaban de aquella alcantarilla, producto del tirón de alguna llave sanitaria… ¡Tonterías! 

Ya no podríamos hablar de las veces en que nos quedábamos despiertos hasta tarde sin razón aparente, buscando en el reloj un motivo para permanecer en pie; fingiendo estar cuerdos y mintiéndole al espejo que solo estaba en potestad de decir lo contrario.

¿Cuántas payasadas nos habrán dicho en aquellas tardes interminables que se rehúsan a despachar el sol? Nos quedábamos tirados en la alfombra esperando algo incierto, mirando el cielorraso y saboreando en nuestros labios los pequeños residuos del algodón de azúcar que por tanto tiempo estuvo escondido en la repisa prohibida de la abuela. Nos angustiaba la duración de su encierro, relucían añejos en nuestras infantiles fauces. Chasqueábamos todo, entre los dientes, la saliva vacilante, un poco espesa y agria y entre los oídos una leve comezón, que nos obligaba a deslizar los dedos, frotando dos, tres o cuatro veces.

Miradas van, miradas vienen y aquel pequeño rayo de luz que se filtraba por el cristal de la ventana entreabierta, pegaba una cachetada sobre nuestros pubertos rostros para ayudarnos a salir de aquel estado insomne en el que nos habíamos quedado petrificados, casi hipnotizados por el mutismo. Y aunque dijeran que el mutismo era espantoso, a mí me resultaba acogedor, me servía para pensar sobre muchas cosas, para imaginar y desimaginar. Para rozar con la yema del meñique las goticas que a veces caen del respaldo de la madera, para visualizar el enorme panorama escondido tras la oreja de uno de los gatos siameses de la nana, porque para eso sirven las hojas de papel. ¿Qué vírgenes no cargaban con la responsabilidad de acaparar pendejadas encima y ahora son álgidas testigos de que uno no sabe qué día despertará siendo distinto?

Ángela María Muñoz Gutiérrez.

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