“En cumplimiento del deber”, cuento de Lourdes Guerrero

La loma de San Isidro se alcanzaba a divisar en la distancia; el cruzar su cima los llevaría al pueblo de El Cayao. Toledo, quien marchaba en la última fila del pelotón, estuvo a punto de dar media vuelta y echar a correr. Dio media vuelta pero el cañón del fusil del sargento Valero, quien comandaba la misión, a la altura de su frente, le hizo girar automáticamente y caminar más de prisa. La voz del sargento le puso a temblar como una hoja y detenerse en seco.

–Soldado Toledo, informe qué sucede.

–Nada, nada mi sargento – dijo cuadrándose en posición de firmes.

La marcha continuó entre matorrales y rocas, bajo un sol infernal. Éste dificultaba su andar ya que sus rayos parecían penetrarles hasta las entrañas. Considerando que el camino era átipico, una trocha elaborada por campesinos, se complicaba más la travesía. El rostro de Toledo se congestionaba cada vez más por el terror de acercarse a su pueblo.

Poco antes de terminar la travesía, dieron la orden de alto para almorzar en uno de los parajes empedrados del camino. Se colocaron a la sombra de un centenario e imponente cedro que se unía a los caminantes moviendo ligeramente sus ramas, cambiándoles el enorme calor por una envidiable frescura, haciendo, afortunadamente, más amable la merienda. Solo Toledo y su amigo Alvarado, por más que lo intentaban, no lograron integrarse en las actividades del grupo. Otros eran sus pensamientos.

–No quisiera estar en tu pellejo –le dijo su compañero Alvarado–. Me imagino lo que es crecer en un pueblo, querer su gente, sus calles y luego… que lo comisionen para destruirlo. Es jodido hermano, lo siento, pero hay que servirle a la patria.

–¿La patria? ¿Que es patria? Una patria que nos hace matar a nuestra propia gente, que nos obliga a utilizar estas armas –dijo señalando su fusil–, asesinar a quien se nos cruce en nuestro camino así sean personas inocentes y, peor, niños, bajo la excusa de que defendemos “la soberanía y las instituciones”. Los militares son pueblo persiguiendo y matando pueblo, no lo entiendo. Esto no puede ser patria.      

–Amigo Alvarado –continuó–, desde que recuerdo toda mi vida ha sido una porquería. Cuenta mamá que mis dos hermanos mayores y yo nacimos en El Puente, un pueblo muy distante de El Cayao, con casitas de barro y techos de paja, con una tierra fértil como ninguna. Pero desapareció: lo exterminaron los militares en los tiempos de la primera violencia a mediados de siglo y naturalmente, los terratenientes se quedaron con los predios y sus frutos. Entonces, nos fuimos al Cayao.  Allí nacieron mis hermanas y ahí crecimos y medio estudiamos; yo hice hasta noveno grado  y entré al servicio militar. Cuando comenzaron los problemas con la guerrilla nos fuimos nuevamente de trasteo y nos radicamos en El Centeno en donde vivimos ahora pero conocemos y queremos a toda la gente de El Cayao, a esos a quienes pretenden que acribillemos. Nada de raro tendría que me encontrara a algunos de mis familiares allá, porque ellos quieren, y van con frecuencia, a ese pueblo, yo no podré amigo, se que no podré.

–Tienes que poder. Es la misión que tenemos, la de acabar con los guerrilleros de El Cayao.

–¡Los habitantes del Cayao no son guerrilleros!  –dijo descompuesto–. No son más que campesinos trabajadores, maltratados siempre por el gobierno y la sociedad. Los guerrilleros están mucho más adentro de esta zona. Allá nunca nos podrían llevar porque los jefes de este ejército ni siquiera conocen el camino, no conocen ese mundo, es otro país. Además nunca se quedan en un solo sitio, se mueven a diario de un lado para otro, así que no es fácil encontrarlos. 

–Toledo –dijo su amigo– ,si nos dicen que los habitantes del Cayao son guerrilleros y que tenemos que acabar con ellos, tenemos que hacerlo.  Es la vida o el deber.

–¿Deber? ¿Pero cual es el deber? ¿Podrías decírmelo tu? ¿Recuerdas lo que nos contestó el sargento, anoche cuando le pregunté: “Mi sargento, me podría explicar que es Patria”? “Es raro que usted no sepa que patria es nuestro país, nuestro gobierno, la tierra que pisamos. Además, esas preguntas no se hacen aquí.  Lo único que nos interesa saber es que tenemos que acabar con lo guerrilleros y todos los enemigos del gobierno”. Yo respondí: “Pero, mi sargento, como saber quienes son los enemigos del gobierno, por qué y para qué peleamos, si todo siempre sigue igual”. Me respondió él: “Eso se sabe cuando no se pregunta, lo único que nos interesa saber es que tenemos que acabar con los terroristas sin embargo, le repito para que no lo olvide y no lo vuelva a preguntar: su patria es el suelo que pisa. Además le digo que aquí solo se obedece a la autoridad y se aprende a manejar las armas para la defensa de la patria. A dormir, que mañana debemos madrugar para sorprender a los terroristas de El Cayao”. ¿Comprende amigo, como me siento? Pienso que el sargento me contestó así para salir del paso, porque nadie nunca me ha dado una respuesta satisfactoria sobre patria y deber, por eso no entiendo nada. Así lo diga nuestra constitución y todas las constituciones del mundo, no entiendo y no quiero entender por qué tenemos que matar, por qué tenemos que aprender a disparar estas cosas –enterró el fusil en el suelo– aborrezco este servicio militar y todo lo que tenga que ver con milicia, en donde nos enseñan a matar.

–Cálmate, Toledo. No digas eso, necesitamos el servicio militar, para obtener la libreta de primera así vamos a tener más opciones para trabajar, también esto es obligatorio y un servicio a la patria.           

–¿Patria? Patria es mi madre, mi familia, mi pueblo, mi gente, pero no ésto. Mira, lo único que nosotros hacemos es cuidarle el culo a los ricachones y políticos de este país; mira cuántos guardaespaldas tiene uno de esos. En cambio, ve a buscar un policía, un vigilante en un barrio pobre o zona marginada. Por allá ni se ven y se hacen los ciegos y sordos ante los atropellos y crímenes de estas zonas. ¡Que el pueblo se las arregle como pueda! ¡No y no! –casi gritó–. Me resisto a aceptar que toda esta porquería sea un deber y me resisto a creer que un pedazo de tierra a la que llaman patria, pueda tener prioridad sobre la vida humana. Además, el gobierno que dice estar en la legalidad y en lo bueno, nos obliga a comportarnos igual que los terroristas ya que vamos a bombardear un campamento, un pueblo, a la gente. Eso es actuar igual que los guerrilleros, no hay diferencia. Tanto el gobierno como aquellos son terroristas porque todo lo que tenga que ver con armas siembra terror y todas las armas matan, sea del bando que sea. Además, si la patria es el suelo que pisamos entonces, debe ser la patria al servicio del hombre no el hombre al servicio de la patria. Repito: no concibo que un pedazo de tierra tenga prioridad sobre la vida humana.

–Calla, que si alguien te escucha, no podrás seguir echando el cuento, serás hombre muerto.

Toledo miró a su compañero y, en silencio, solo suspiró porque la merienda llegaba a su fin.

Después del sencillo almuerzo, mazamorra, arepa, agua de panela, y algo de descanso, se reanudó la marcha. La loma de San Isidro estaba cada vez más cerca y Toledo está cada vez más tembloroso.

–¡Por fin! –se escucha la voz del sargento. ¡Hemos cruzado la cima!

–Si, la hora ha llegado –pensó Toledo y miró hacia todos lados. Vio un pueblo desolado, ni un alma en sus calles. Por un momento creyó que se escaparía de la misión, que los habitantes se habían desplazado como era el diario vivir de los campesinos, huir dejando sus tierras e ir en busca de otros sitios, pero no fue así, caminaron un poco, por orden del sargento y los vieron, se encontraban todos reunidos en la plaza.

Se escuchó la voz del sargento dando la orden de “¡Al ataque!”.


Toledo la vio. ¡No podría creerlo! Los habitantes del pueblo venían hacia ellos. Programaron una marcha pacífica saliendo al encuentro de los recién llegados. Venían con banderas blancas en alto, caminando lentos y organizados y ella encabezaba; estaba allí al igual que sus hermanas, solidarias con los nativos de El Cayao, reclamando paz.

Miró fijamente y ya no resistió más. Tiró su fusil y corrió hacia ella, haciendo oídos sordos a los llamados del sargento y sus compañeros; llegó a su lado, arrebató a su madre la bandera que ondeaba con firmeza, la levantó con orgullo al tiempo que abrazaba a su mamá, su progenitora, gritando con tanta energía que su voz retumbó en todo el pueblo.

–¡La paz, la paz!, solo llegará al mundo cuando los militares, hombres sin entrañas, hijos de mala madre dejen de existir.  Este bombardeo militar es un crimen de Estado terrorist…

Su voz se apagó; una granada lanzada por el sargento, los hizo volar en mil pedazos, mientras una humareda reflejando la silueta del abrazo de madre e hijo se elevaba hacia el vacío hasta confundirse con las nubes, dejando un espeluznante frío y solo se escuchaban gritos de terror en los pobladores de El Cayao, quienes corrían despavoridos en todas direcciones, tratando de escapar a las balas, granadas, bombas y gases que los militares, “en cumplimiento del deber” les lanzaban.

Finalizado el ataque, las imágenes que quedaron en la plaza fueron dantescas: algunos cadáveres, heridos, mutilados, el caos a flor de vista, gritos, pedidos de auxilio, ambulancias con sus escandalosas sirenas y los sobrevivientes escondidos en las casas con el terror reflejado en todos y cada uno de los rostros. Alvarado, no era excepción, también aterrado, al igual que sus compañeros, acataba las órdenes de su sargento como autómata, poco o nada entendía, ahora recordaba y hasta justificaba la inconformidad de su amigo a quien no tuvo tiempo de llorar, la situación no le permitía mirar a ningún lado, solo estar en la plaza evacuando muertos, heridos y desalojando los dolientes quienes lloraban a gritos de rabia y de impotencia.

 Cuando dieron orden de descanso, entró en una gran depresión acompañada de mareos, vómitos e inapetencia y fue necesario trasladarlo al hospital más cercano, todo le parecía un asco,  recordaba a su amigo y las palabras que, en uno de sus análisis, en el último intento de encontrarle sentido a su vida,  le había dicho:  

–Creo que lo importante es que se nos eduque para la paz no para la guerra, para ello hay que acabar con el armamentismo, todas las armas matan, repetía, sea del bando que sea, además, en mi colegio hubo una conferencista, Alexandra Sandoval, nos hablaba de filosofía de paz y nos recalcaba: “La más grande protección del ser humano es la educación en el respeto y la solidaridad. No aprenda a defenderse, aprenda a no atacar”.

Lourdes Margarita Guerrero Pavajeau, cursó en la Universidad de Bogotá, Jorge Tadeo Lozano, el programa de Publicidad y también recibió grado como Filósofo en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia de la misma ciudad.

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