Cuerpo


Te veo, ya no hay esplender, y te compadezco. No puedo ver tu rostro, es cierto, pero lo he visto tantas veces que no es difícil imaginarlo. Claro que desde hace un tiempo evito mirarlo. Cuando lo peino frente al espejo, mi mirada esquiva la visión de sus formas y se queda sólo en los cabellos, aquello que menos ha sufrido, que menos se ha deteriorado, aunque las manchas blancas ya sean ostensibles. O predominantes. Aquel castaño claro se emblanqueció y las hebras de plata presentes me producen un poco de piedad, de ternura casi.

Lo que hay más abajo, hacia el sur de los mapas, es región de dolor, de descomposición (algunos lo llaman de nobleza) y por ello evito verlo. No quiero y no puedo ver tu rostro. Sólo puedo verte a ti, cuerpo, tan deteriorado, tan sobrepasado por la vida, tan aparentemente innoble. Los hombros, ahora caídos y angostos, que tantas cabezas enamoradas sostuvieron; los brazos, tan débiles como delgadas ramas de un árbol de invierno, que tantos otros cuerpos plenos de belleza sujetaron; el pecho, antes vigoroso, potente, amplio, sobre el que soñaron cabezas de largas cabelleras, de ojos de luz, de labios suculentos, de dientes brillantes como las mañanas del campo, de narices perfectas que solían oler con deleite ese territorio de piel en el que se cobijaban.

Es triste el balance cuando contemplo aquel abdomen, antes soberbio, convertido ahora en un páramo yerto, surcado de arrugas, de guedejas de piel despojada de toda su intensidad y belleza. Entonces para qué seguir por ese país del desamparo.

Está la memoria, es cierto, y aunque no podemos saber de su verosimilitud total, es origen de iluminaciones. Entonces vuelves a refulgir, cuerpo, tatuado de imágenes invisibles, que viven más en tu propia carne que en los meandros de la mente. Porque te entregaste y poseíste, porque absorbiste y dejaste fulgores de llama y de espíritu. Porque los cuerpos que contigo se fundieron, establecieron la trama del fuego y de la emoción inalienables, y aunque no siempre llegaras hondo, la enorme luz de la superficie bastaba para colmar el instante.

La belleza eran la entrega y la posesión mutua. Esos cuerpos que se enraizaban al tuyo, establecían una conversación como la de los astros con sus códigos secretos, con su intercambio de fluidos mágicos, con el abecedario oculto de sus células y átomos cohesionados y colisionados. Por eso es que en este momento vuelven, las presencias de formas y de amarres, de conocimientos por el tacto de tu superficie entera, de indagaciones deslumbrantes en las profundidades del otro cuerpo atado a ti, con el periscopio feroz y voraz de tu propia morfología, por la indagación de mensajes en ese acto de cavar en el infinito de los sueños.

Y entonces, la intención de crear el monumento único, el de los dos cuerpos formando un todo, y la conciencia deletérea de que esa escultura profunda sólo es viable por un instante de luz, es apenas un resplandor que se desmoronará en el precipicio de un orgasmo. La culminación es también el fin, la exaltación es asimismo la caída y, entonces, la fugacidad, fatal e irremediable, es el principio del desvalimiento.

Sin embargo, tú, cuerpo, sabes que eres el recinto del alma, que ella está allí, en algún recodo de tu geografía, agitada, esperando establecer la eternidad. Pero lo eterno es imposible en nosotros, su vigencia es cuando mucho la de nuestra propia vida, cuerpo, destinado a ser sobrepasado por la nostalgia. El alma, después de ti, tal vez emigrará con sus esbozos de perennidad construidos en noches o días incendiados, cuando tú, cuerpo, todavía intenso, intentes levantar la escultura mágica que perpetuará los momentos de entrega, de cohabitación, de simbiosis fugaz, aun sabiendo que todo es transitorio, efímero, apenas presente instantáneo. Sabes, cuerpo, que cuentas con el alma, pero que esa comunión sólo tendrá la vigencia de tus horas, que el plazo no es permanente y que te deshabitará cuando te toque partir y convertirte en cenizas. Por eso te aferraste a ella, por esa razón viviste de prisa e intentaste sorber todas las fantasías y todas las esencias.

Inclusive hoy en tu triste apariencia lo percibo, porque en ti están las marcas, las huellas, los estigmas de los otros cuerpos que se enlazaron contigo, de las otras almas que intentaron enraizar con la tuya, en los sueños ajenos que percibiste en medio de la precipitación del instante de luz y que se te escaparon como los espejismos del agua y de la arena, pero que, a pesar de todo, dejaron una señal en tu superficie ahora derrumbada.

Y el amor, claro, desde los impulsos de tu corazón te ejercitó y habilitó para el ejercicio del arte, esa otra luminosidad que te hizo radiante y feliz, aunque sea por momentos. Y el amor, por supuesto, al otro, a los otros cuerpos y almas que compartieron tu vida y que alternaron en dotarte de luz y de sombras, porque claro, cuerpo, no eres tú solo, está también esa alma engarzada a ti y que es la que, desde la movilidad de tus manos, desde los impulsos de tu cerebro, me lleva a escribir estas letras.

Te miro, cuerpo, mi cuerpo, y tu imagen, que es la mía, me entristece; pero lo sabes, lo sé, que te quiero hondamente. Y es el alma, mi alma enganchada a ti, todavía vibrante, aún prisionera y generadora de sueños, la que empuja a continuar. Sé, también, que cometimos algunos errores y otras probables desviaciones, aunque tal vez ellos y ellas hayan sido parte del camino indicado por la brújula escondida, que va determinando nuestros pasos y que no sé si está en ti, en el cerebro que es parte de tu materia o en aquello inmaterial que llamamos espíritu. Caminamos juntos, cuerpo y alma mía, por los amargos páramos de la ausencia, y también procuramos encontrar los atajos hacia la felicidad, muchas veces breve.

Pero aquí estás, aquí estamos y los miro, me miro con estos ojos que son parte de ti, cuerpo, parte de mí; miro con estos ojos que muestran la realidad, pero que también accionan desde el corazón, ese músculo casi infatigable, esa parte corporal donde se dice que radica el alma. Es por ello que mi mirada es triste y piadosa, es por eso, cuerpo y alma mías, que sé que en el breve lapso de la vida, son, somos, uno solo. Son yo total, yo pleno.

Entonces, no puedo tener un juicio absoluto sobre lo que fui, sobre lo que soy. Sólo sé que al mirarte, cuerpo, al mirarte, alma; al mirarme, quiero decir, en mi desnudez descarnada, me reconozco a pesar de las mutaciones, más allá de las decadencias. Sé, asimismo, que en esta asociación de cuerpo y alma, en esta cooperación para jugar el juego de la vida, traté siempre de ser fiel a mí mismo, porque ustedes, que son yo, me condujeron. Aquí estamos, en esta noche honda e igualmente bella, yo que los veo y que soy ustedes, tratando de mantener enhiesta la imagen de nosotros mismos y de hacer posible, todavía y a pesar de tantas disminuciones, la vigencia de la luz.

Andrés Canedo nació en Cochabamba y vive en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Es autor de numerosos cuentos y relatos publicados en diversos periódicos y revistas literarias nacionales e internacionales. Ha publicado también poemas y tiene una publicación semanal en su muro de Facebook y en su página Andrés Canedo de Ávila. Es autor de las novelas Pasaje a la Nostalgia (Editorial Kipus, Bolivia) y Territorio de Signos (Editorial 3600, Bolivia).

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