por Karen Rubio
Esa mañana Irina se preparaba para ir a la escuela. Mientas se vestía abrió el cajón de su ropa interior buscando sus preciados calcetines rojos. No encontraba el par, solo tenía uno en la mano. Se pasó una hora buscando el calcetín faltante.
-¡MAMAAÁ! ¿¡Has visto mi calcetín rojo!?
-Busca bien. ¡Tienes un cochinero en tu cuarto, debe estar ahí! -gritó su mamá desde la cocina.
Pero ya había buscado hasta tres veces en su cuarto, revolviendo la ropa del piso de un lado a otro. Buscó en la casita de su perro chihuahua, Nacho, puesto que a éste le encantaba robar calcetines y mordisquearlos. Pero tampoco estaban ahí. Le gritó a su hermana:
– ¡LAUUUUURAAAA! ¿¡Tomaste mi calcetín rojo!?
-¡Noooo! -le gritó desde el baño- ¿¡Para que iba a querer un calcetín rojo!?
-Ay, ¿dónde fregados los dejé? -murmuró para sí. Nacho entró a su habitación–. Hola, Nacho, ¿has visto mi calcetín rojo?
Nacho solo se sentó y le dio una mirada con sus grandes ojos saltones.
Ahora, normalmente Irina simplemente hubiera tomado otro par de calcetines. Los calcetines rojos no tenían nada de especial, estaban viejos y hasta tenían un hoyo en el dedo gordo (cortesía de Nacho). Pero, su abuela se los tejió y le molestaba la idea de perder uno.
Con el rabillo del ojo vio algo que se movió debajo de su ropa tirada. Nacho también lo captó y comenzó a ladrar. Irina brincó hacia la puerta y la cerró para que la cosa no escapara. Se movió más rápido y se estrelló contra la pata de la cama. Rápidamente Irina quitó la prenda de lo que fuera que estuviera debajo y soltó un gritito de sorpresa con lo que vio: era un duendecillo y en su mano sostenía el calcetín rojo.