Kawaii

Andrés se arrastraba por el suelo y escurría como un riachuelo de plomo fundido. Esto le sucedía aproximadamente cada seis meses, cuando se enamoraba. Después del flechazo inicial, pasaba días enteros en su cama, echado de lomo mirando el techo, enraizando su espalda a las sábanas.

–Andas todo pendejo desde hace casi una semana, Andrés –le reclamó su mejor amigo de la universidad, después de clase– ¿Ahora quién te gusta?

Él no respondió. Sintió ese flan enrojecido que se horneaba dentro de él. La conexión infinita con todo lo vivo. La epifanía cósmica.

Un día, saliendo de la Facultad de idiomas, fluyó hasta su casa, siguiendo el cauce de su río interior por las calles y las aceras. Al abrir la reja de su casa lo recibió su perro Hipo, lamiéndole las manos. Él correspondió acuclillándose y sobando su cabeza, hasta que escuchó risas dentro de la casa.

Por la ventana observó que en la mesa de la cocina platicaban su padrastro Paco y su novia Camelia. No esperaba encontrarla a ella. Era la tercera vez del mes que llegaba sin avisar. El semblante de Andrés cambió y por dentro su horno interior se puso a fuego lento.

–¡Te tardaste hoy! –exclamó sonriente Camelia con una lata de cerveza en la mano– Nos adelantamos un poquito, espero que no te moleste.

Ella se incorporó y se acercó tambaleante hacia él. Le plantó un beso con sabor a cigarro y cerveza muy cerca de la boca.

–¿Por qué se molestaría? –dijo su padrastro, más ebrio que ella– Necesita relajarse. Todos necesitamos relajarnos.

El estudiante los observó a ambos y luego a la cerveza. Moría por un trago, pero no con ellos.

–¿Y mi mamá? –preguntó Andrés.

–Fue a llevarle un pastel a tu tía –respondió Paco–. Ya ves que tu prima cumple años.

–¿Dónde estabas? –preguntó Camelia después de darle un sorbo a su lata.

–¿Se lo vendió o se lo regaló? –preguntó Andrés a su padrastro.

–Se lo vendió, obvio –respondió Paco–. Tu tía se lo encargó.

–¿Fuiste a buscar trabajo hoy? –preguntó Andrés a su padrastro.

–Amor –dijo Camelia–, ¿dónde estabas? Te tardaste hoy.

–Voy a bañarme y cambiarme –dijo Andrés al fin– Vengo apestoso. Sudé mucho.

–No te tardes –dijo ella tocándole el labio con su dedo índice–. Te necesitamos en este festejo.

–¿Qué festejamos? –preguntó él.

–Cumplen ustedes dos años de novios –intervino Paco.

–¿En serio? –preguntó Andrés.

–Ahorita que salgas me haces una caricatura –dijo Camelia– Hace mucho que no me dibujas y quiero salir bien kawaii.

Ella colocó sus puños a manera de garras de gato y cerró los ojos.

–¿Me veo bien, suegro?

Paco solo rió y tomó de su lata de cerveza. Camelia se acercó a Andrés y le pasó sus brazos por el cuello.

–Me has tenido descuidada, amor.

Andrés se separó de ella y se introdujo a su cuarto diciendo un rápido “No me tardo”. Cerró la puerta con seguro, se sentó en el colchón y alcanzó a escuchar la conversación que proseguía afuera.

–Andrés está raro– preguntó Camelia.

–Siempre ha sido raro –respondió Paco.

–Está más raro que de costumbre.

–Sabrá dios. Ya se le pasará. A veces no entiendo por qué una muchacha como tú anda con él.

–Pues… Nos llevamos muy bien, somos muy parecidos.

Andrés alcanzó un bloc de dibujo y con lápiz empezó un boceto rápido de su dulcinea. Ensambló mentalmente su imagen con las pocas ocasiones donde la observó furtivamente en la facultad.

–Perdóname, mijita –dijo Paco–, pero a mi no me parece que ustedes sean tan parecidos. Tú te miras normal.

Camelia guardó silencio durante unos segundos.

Andrés dibujaba a su enamorada como la mujer perfecta de un hentai. Le proporcionó ojos grandes, una cintura diminuta y unos senos enormes. Sonrió pensando en regalárselo e imaginar su rostro de satisfacción.

–¡No te creas! –exclamó Paco con una carcajada– Estoy jugando, es un muchacho normal. Obviamente lo quiero mucho, a pesar de todo. Sólo se me hacen raras algunas cosas de él. Como eso de que esté estudiando japonés y que le gusten tanto los “monos chinos”, como le decimos.

–Son japoneses –aclaró Camelia.

–Yo sé que son japoneses pero así les decimos.

Sacó otro papel y en él dibujó a su novia, tal como ella lo pidió. El dibujo era el de una bruja deforme y decadente. Ninguna cualidad física se adivinaba en esos trazos. Sonrió pensando en el rostro de ella cuando se lo regalara. Su decepción absoluta, su molestia, el efecto en su autoestima. Aunque quizá estaría muy ebria para notarlo.

–Ve cómo tiene Andrés su cuarto –dijo Paco–, lleno de pósters y juguetes. Te aseguro que tú no tienes tu cuarto así.

–Si lo tengo un poquito así.

–Mira: el verdadero motivo de que no nos llevemos tan bien es que nunca le ha gustado mi relación con su mamá.

–¿No?

–¿No te lo ha dicho?

–Casi no me habla de esas cosas.

Andrés dejó de escuchar la conversación de afuera cuando empezó a masturbarse. Pensó en el amor de su vida, la mujer que lo haría feliz y lo sacaría de su miseria. La imaginó tan real que estiró la mano para tocarla.

Cuando terminó, se limpió con un Kleenex y se acostó de golpe en su cama. Pero su lámpara de noche estaba encendida y desde ese ángulo el foco le daba directamente en la cara.

–Ya se tardó –escuchó que dijo Camelia–. ¿No se iba a bañar nomás?

Andrés estiró la mano para jalar la cadena de su lámpara, pero le quedaba muy lejos. La luz lo hacía sufrir. Con los ojos entrecerrados extendía su brazo lo más que podía pero solo rozaba la cadena.

Camelia tocó a su puerta.

–¿Estás ahí? –preguntó– ¿Está todo bien?

–Si, si. Todo está bien. Ya voy –respondió Andrés, cuando al fin logró apagar la luz. Escuchó a su novia arrastrar pasos lentamente de regreso a la mesa de la cocina. Andrés soltó su peso sobre el colchón. Pronto se perdió en un sueño, un sueño kawaii.

Miguel Lozano.

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