El sol se ponía con rapidez. En un parpadeo, desapareció tras el horizonte y solo quedaron sus tonos sangrientos pintando las nubes, como si hubieran derramando un vaso de jugo sobre el manto celestial. Una vez que el sol se fue, solo quedaron pocos minutos de luz antes de la noche sin luna que predecía el calendario. Solo pocos minutos antes de la hora de regresar.
Sentados en la colina, ella mantenía su cuerpo pegado a mi brazo como le gustaba, pasando su calor a través de mi suéter. Miraba hacia enfrente en calma y con expresión casi alegre. Casi… porque siempre era imposible de descifrar. La leve brisa levantaba su pelo y nos traía el aroma de hierba mojada, que nos recordaba las tardes de verano que pasábamos juntos en los parques.
Mientras aumentaba la oscuridad sentía aumentar mi dolor y culpa. De nuevo me pregunté por qué las cosas debían ser tan difíciles cuando uno crece. ¿Por qué no solo se mantienen igual para siempre para todos vivir felices? Pero de nuevo recordé asuntos frente a los que uno no puede hacer nada, y éste era uno de ellos.
Me volteé hacia ella y la giré hacia mí. Exploré sus terribles ojos inocentes que me hicieron amarla mucho cada día. Me devolvieron la mirada con el brillo de admirar a la persona de tu vida. Le apreté fuerte los brazos procurando no llorar. Porque si lloraba se daría cuenta, con ese instinto tan agudo que poseía, de que todo terminó. De que debía regresar y ella no podría acompañarme.
Puse una decaída mano sobre su cabeza y dejé que me plantara un alocado beso en el rostro por última vez. Apretaba los dientes aguantando lágrimas, mientras recordaba cómo nos solíamos acostar juntos por las tardes, después de la escuela; cómo nos animábamos mutuamente en nuestros días malos; cómo acostumbraba guardarle el último pedacito de todo porque me encantaba verla disfrutarlo en secreto… y con cada recuerdo odiaba más y más a mis padres, que con sus amenazas me habían dejado sin alternativa. “Hay decisiones duras en la vida”, decían, “hay sacrificios que, aunque no lo parezca, nos benefician”. Bueno o malo, ella no tenía la culpa. Nada era su culpa y aun así era la que sufriría las más duras consecuencias.
Las estrellas ya se esparcían sobre nuestras cabezas, indicando que era hora de volver a casa. Procuré ser fuerte y me puse de pie al fin. Sin mirarla más, subí a la bicicleta y arranqué lo más rápido que pude. Pensé en ella sola y perdida, pensé en ella durante noches como esta, con frío y con hambre y sin mí. Sin posibilidad de buscarme porque nuestro hogar se encontraba muy, muy lejos. ¡Por todos los cielos! ¿Por qué? Si hay un dolor más grande que el de perder a alguien que amas, es provocarlo tú mismo.
La escuché detrás de mí como si fuera una de nuestras persecuciones de los domingos por la mañana. Pero sus patas cortas y sus largos años no la dejaron alcanzarme. No pudo seguirme, pero sus ladridos, que se volvieron más distantes con cada segundo, perseguirán mi conciencia por el resto de mis días.
-Priscila Rosas
Hermoso